Joaquín Lucio Fonseca y Castro, enigmático peluquero nacido en San Jacinto, estableció su barbería en los zaguanes del mercado público de Calamar, donde colgaba un pergamino firmado por el mismísimo Barbero de Sevilla como su discípulo más aventajado.
El ‘Compae Juaco’ era dueño de una imaginación ilimitada, creador de su propio universo a prueba de burlas, repleto de historias fantásticas que él daba por ciertas, mientras se ganaba la vida derribando montañas de cabellos y puliendo bigotes con afilada barbera.
Aseguran que su fama llegó a los oídos del propio Gabriel García Márquez, quien comisionó a Carlos Villalba Bustillo para que, de incognito y a prudente distancia, tomara atenta nota de sus insólitos relatos, sin perder detalle, cual escribiente de la Corte Suprema de Justicia.
Bastaba que alguno de sus clientes refiriera una anécdota para que Joaquín Lucio le quitara el espiche al calabazo de su fantasía e inmediatamente ripostara con otra que superaba, con creces, la historia original.
En cierta ocasión le picaron la lengua, elogiaron la velocidad del chofer de los Cova, de quienes aseguraban tenían pacto con el demonio. –Velocidad, lo que se dice velocidad, aseguró
el peluquero –la de Joselito Sagbini.
Una vez me dio chance en su motocicleta Harley-Davidson, desde Hato Viejo a Calamar, íbamos tan rápido que los postes de la luz parecían dientes de peinilla.
Otro día conversaron sobre la hambruna que golpeaba a unas familias de Repelón convirtiéndolas en esqueletos ambulantes que se acostaban y levantaban con el estómago pegado al espinazo.
–¡A mí no me hablen de hambre!, replicó de inmediato Joaquín Lucio –Hambre la que
pasaron en Arroyo e’ Piedra: la gente se moría suplicando un grano de arroz al pie de los fogones.
–El verano, como brasa de candela, volvió cenizas el ganado y las cosechas. Ahora, cójanme este trompo en la uña: ¡caso único en el mundo!, ¡era tanta el hambre y la penuria que los ladrones entraban a las casas a traer y no a llevar!
Y como era de esperarse, el doctor Carlos Villalba Bustillo, exmagistrado, columnista e historiador de campanillas, se hizo amigo y biógrafo de cabecera del excéntrico peluquero y su mundo de celofán.
Alfredo, quien acompañaba a su hermano durante las pesquisas mitológicas en el mercado público de Calamar, asegura que cuando llevaron la libreta de apuntes a García Márquez, él la colocó encima de su máquina de escribir y las palabras, convertidas en semillas, germinaron más allá de las constelaciones.