Salió muy temprano, como siempre, antes del alba. Sus hijos aún dormían. Muy seguramente al regresar, entrada la noche, sus hijos estarían dormidos. En UCI todo se reducía a implementar lo aprendido durante arduos y largos años de formación para saber qué tenía su paciente y cómo manejarlo. Muchas de las enfermedades que enfrentaba eran frecuentemente mortales. Mientras trabajaba repasaba mentalmente la historia de cientos de descubrimientos que por siglos la ciencia acumuló para ayudar a sus pacientes. Su especialidad le daba la inmensa alegría de salvar vidas pero, también, era un encuentro cercano y diario con la muerte. Con más frecuencia de lo que él quisiera, algunos de sus pacientes fallecían. No podía negar que uno de los peores momentos era confrontar a la familia con la cruda realidad. Sabía que nadie está preparado para la muerte de un padre, esposo o hijo; y claro, él tampoco lo estaba para esos desenlaces que dejaban profundas heridas en el alma. Por mucha preparación sobre cómo dar malas noticias lo desgarraba ese instante de comunicar la muerte de su paciente a un familiar.
Una enfermedad desconocida hace 6 meses, para la cual la ciencia no tiene un diagnóstico 100% efectivo, ni mucho menos un tratamiento específico, tocó a la puerta de su UCI para confrontar a toda una sociedad que no se preparó y que no se cuidó. El cuestionamiento y la controversia reemplazaron los pocos aplausos y reconocimientos iniciales. Creyó que, enfrentados a un enemigo común, el Estado lideraría y uniría a todos mientras ellos, el personal de salud, intentaba encontrar la mejor forma de atender a sus pacientes. Por el contrario, discusiones buscando culpables fueron pan de cada día. La información engañosa asustó a los pacientes y los llevó a consultar tardíamente. Discriminaciones, agresiones físicas y verbales se mezclaron con el contagio de compañeros, la sobrecarga de trabajo y la muerte cada vez más frecuente de colegas. Lo angustiaba la avalancha de absurdas teorías con que las tenebrosas redes sociales pontificaban diariamente y que se convertían en dogmas con que los familiares cuestionaban una ciencia edificada en milenios de evidencia. El ambiente enrarecido, el sálvese quien pueda y las desafortunadas declaraciones del ministro fueron el caldo de cultivo para lo que ocurrió después: la dolorosa muerte de su paciente, la irracional y salvaje acusación de que la había dejado morir cuando en su interior sabía que únicamente se formó por años para salvar vidas. Por ello, en un país donde las amenazas, las coronas y sufragios anteceden a la muerte él solo alcanzó a llorar por miedo, impotencia y frustración preguntándose: ¿hasta cuándo el culpable va a ser el otro?; ¿hasta cuándo seguiremos amenazándonos y discutiendo en vez de enfrentar como uno solo al verdadero y mortal enemigo?
*Profesor Universidad de Cartagena.