Era el 9 de mayo de 1815 apenas despuntaba el sol y los marinos izaban las velas del bergantín “La Découverte”. Una voz contaba esta historia y extasiaba a la audiencia:
“Eran los tiempos gloriosos de Don Blas de Lezo, aguerrido combatiente, defensor de Cartagena de Indias. Quién podría imaginar que Don Blas, a pesar de ser tuerto, cojo y manco humillaría al famoso Almirante, obligándolo a huir en sus soberbios barcos. La flota inglesa, tan numerosa y amenazante, se alejó perdiéndose por el horizonte mientras que el vencedor, con la espada sostenida por el brazo bueno, apoyado en su pata de palo y divisándolo por el único ojo que tenía, rugía como un león, retándolo a regresar para ponerlo de rodillas frente a él”.
Era Simón Bolívar quien contaba episodios de la Batalla de Cartagena y el triunfo de Don Blas, al Capitán de “La Découverte” y a los demás miembros de la tripulación. El inglés, sorprendido por el fantástico suceso, preguntó: -Pero, ¿qué tenía este hombre de extraordinario, para vencer semejante ataque de la imponente flota inglesa?
-¡Sencillo!- dijo el general. Don Blas no solo fue un acucioso estratega y experimentado combatiente, sino también un marino ejemplar que sostuvo oculto entre sus anchos pantalones una pesada bola de cañón. Y mire usted, solo una. Levantando el índice derecho, Bolívar jocosamente repetía, una sola que llevó con decoro hasta su muerte. ¡Vaya, qué ironía! Lo único que acompaña en su tumba al incompleto esqueleto de Don Blas es ese venerable cojón macizo y pesado de cañón. Deberían ponerlo en una urna de cristal y en Cartagena exponerlo a la vista de todos con el epitafio: “Aquí yace el héroe de la Batalla de Cartagena, quien con una sola mano, un solo ojo, una sola pierna y esta bola de cañón, venció a la flamante flota del almirante inglés Edward Vernont”. Todos sus hombres soltaron una carcajada. El capitán apenas sonrió, no le hacía gracia el humor caribeño del Libertador y sus acompañantes que festejaban el relato con hilaridad.
Mucho tiempo después, un artista genial de cabellos rojizos, sentado medio desnudo en una silla de párvulo sobre las murallas del baluarte de Santo Domingo, trazaba en lienzos de antología la figura desigual e incompleta del héroe entre barracudas y peces multicolores; y para homenajear el triunfo, con su pincel mágico escribía al margen superior: “Blas de Lezo El Teso” y abajo, en el otro extremo, estampaba su firma utilizando tinta de pulpo y calamar que él mismo preparaba en su taller de la calle de la Factoría, donde al morir dejó colgada, para la posteridad, esta fantástica obra.
*Tomado de mi novela inédita, Bolívar y el Milagro de la Laguna Azul.