El gobierno anterior se ufanaba por una reducción en el índice de desempleo. Pero nos enteramos que no generó ningún milagro: el descenso que hubo se debió al aumentó de la maraña, el rebusque, y la informalidad. Además, hubo un cambio en el sistema de medición. La miseria se convierte en pobreza según una novedosa perversión semántica.
Hoy no existen aquellas altas sillas en el Portal de los Dulces. Allí ejercían, en verano y en invierno, filósofos emboladores. Embolar o lustrar los zapatos era un rito que se cumplía con mayor frecuencia que hoy, aunque los charcos y las basuras eran menores. Una embolada en el Portal tenía incluida información detallada de los últimos sucesos y algunos comentarios de la vida oficial. Detalles de una licitación, súbitas mejoras en el nivel de vida de algún funcionario.
Con uniforme y burocrática licencia de identificación, abundan los limpiabotas en el lugar con más emboladores por metro cuadrado, el aeropuerto. Creíamos que era por los turistas, pero nos informan que es el sitio predilecto de los cartageneros para la limpieza del calzado. Se da el caso frecuente de algunos viajeros que por el agite toman sus vuelos con un zapato reluciente y otro sucio. Esto debe tener repercusiones graves en sitios de destino, cuando les ven llegar en esas condiciones estrafalarias.
Con altivez proletaria y pretensión camajana, sin patrocinio, ni controles, en el palito de caucho los emboladores son de menor edad. Tienen cajas de lustrar para su actividad. Sus reuniones son alegres y vocingleras. Su tema es el deporte. Una pelea de emboladores es algo especial. Los mas virtuosos pugilistas han tenido origen en este gremio.
Los flamantes vendedores de chance igualmente han dejado de ofrecer su mercancía. Quizás por las dificultades que afrontan sus poderosos empleadores, porque no hay nada más grande y más ingenuo que la esperanza de un pobre.
Ahora los que abundan son mototaxistas y vendedores de minutos. Los unos son acróbatas al sol, en pelea permanentemente con la autoridad y la competencia. Los otros ofrecen una variedad de marcas y alternativas en esa Wall Street de la rebatiña.
Carretilleros, humildes buhoneros, vendedores de comida recalentada y jugos, macilentos seres que ofrecen aguacates y frutas. Su volumen de ventas depende de alguien oculto, a quien recurren para renovar sus existencias, cuando cumplen su frugal operación.
Pero hay uno que no vende nada diferente a personalidad. Sus servicios son inapreciables. Es el dueño de una porción de la vía donde dejamos a su buen cuidado nuestro vehículo. Un trapo, que no usa, al hombro y sus complicadas instrucciones para estacionar justifican un emolumento decoroso. Además, se parece al fisco, que no aparece sino en el preciso momento de cobrar.
“Con uniforme y burocrática licencia de identificación, abundan los limpiabotas en el lugar con más emboladores por metro cuadrado, el aeropuerto”.