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Columna

Reactivar la economía

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Hasta ahora, y en los sucesivos gobiernos y campañas que los anticipan, reactivar la economía, es el anuncio que con mayor énfasis y decibeles alcanzamos a oír los colombianos entre las propuestas, programas y planes de desarrollo que, conforme los resultados de la configuración de escenarios resultantes, se traducirá en prioridad del gobernante elegido.

Vale decir, en política pública de interés superior a implementar no más finalizado el protocolo de posesión e imposición de la banda correspondiente y asperjado y exorcizado con agua bendita el asiento presidencial.

Pero, con la misma profusión de mensajes altisonantes que se anuncia en el cielo de un nuevo gobierno el trueno detonador de la reactivación de la economía colombiana que nos pondrá en el mismo nivel de las conspicuas de la OCDE, inversamente proporcional a la predicción redentora es el relámpago, chispita mariposa, mejor, que lo detona y nada, acaso una leve garúa, la tormenta que produce en las esferas del aparato productivo nacional el tan cacareado en campaña fenómeno económico.

Después de la efervescencia y del calor de los brindis por el transitorio presidente y el eterno, de la fastuosidad del nuevo poder en usufructo, todo cuanto hasta ese crucial momento tuvo peso, significado y trascendencia terrenal, empieza a desvanecerse y a olvidarse en los anaqueles imaginarios de lo por hacer como deber ineludible, como tarea impostergable.

Y todo, hasta el tufo a demonio recién exorcizado en las frías estancias de la casa presidencial, postrera exhalación de cuanto debía ser y no será.

Y la reactivación económica, como en todos los gobiernos y cada cuatro años, todos los 7 de agosto, no pasará de ser el mismo capítulo de la historia económica de los últimos gobiernos: el repetido parto de los montes de la subida dosificada de los precios del petróleo, solo que esta vez empacada en vistosos globos color naranja importados.

Porque a eso se reduce la falacia de la reactivación de la economía y del aparato productivo nacional: a una bonanza regulada y controlada de los precios del petróleo en los mercados internacionales, que genera ingresos y en proporción mínima crecimiento y no, como debería corresponder a una economía, que no es la nuestra, que diversifica, transforma y produce bienes de capital y, consecuentemente crece objetivamente a tasas progresivas vía exportaciones, producción, demanda, arbitrios, empleos de calidad y compite en los mercados globales.

Lo demás son salvas de fuego fatuo de 7 de agosto; de saludo a la bandera para conmemorar batallas desfiguradas por la historieta oficial; de bandas presidenciales preservadas y aromadas en arcones medievales y vueltas a guardar para los predestinados a velar por la heredad.

Otra vez será.

“Porque a eso se reduce la falacia de la reactivación de la economía y del aparato productivo nacional: a una bonanza regulada y controlada de los precios del petróleo (...)” 

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