Como profesional de la ingeniería civil tengo que admitir que cada vez que sucede el colapso de una obra, terminada o en construcción, desde la más insignificante terraza de una humilde vivienda hasta la más encumbrada megaobra, pasando por edificios que se construyen sin licencia, con la complicidad de los entes de control urbano, siento como mía la catástrofe y mi alma de ingeniero entra en una especie de luto, que va disipándose con el tiempo pero quedan en mi mente los interrogantes, las dudas, la expectativa de saber las posibles causas, todo esto acompañado de las especulaciones que se lanzan, los chistes y caricaturas de mal gusto y el juicio de responsabilidades que se hace, a priori y sin conocer del tema.
Parece mentira pero las causas de estas tragedias, que involucran pérdida de vidas humanas, son muchas y van desde una falla de suelo, errores de diseño y/o de construcción, uso de concretos de baja resistencia, fatiga de los aceros de refuerzo, control deficiente de parte de los interventores, entre otras, que son difíciles de determinar de un día para otro y que solo se sabrán después de aplicar los principios de la ingeniería forense como herramienta complementaria de la patología estructural.
Antes de la promulgación de la Ley 80 de 1993, que creó el Registro Único de Proponentes (RUP), cada entidad del Estado tenía su propio registro, personas naturales y jurídicas, debidamente clasificadas y calificadas de acuerdo con su experiencia en cada una de las ramas de la ingeniería, su capacidad técnica, operativa y financiera, datos que se manejaban con rigurosidad y pulcritud a toda prueba. Con este sistema se creaba una precalificación y cada entidad tenía su código de calificación que se publicaba con el aviso de cada licitación, sin poner condiciones diferentes a las establecidas al momento de inscribir una empresa o contratista independiente.
Cosa diferente es la que sucede hoy día cuando la constante son los pliegos hechos a la medida o “de sastre”, que traen como consecuencia excluir muchas empresas aptas para participar y ni qué decir de los grandes consorcios de papel que suman sus dudosas experiencias, se ganan los concursos y terminan subcontratando a menores costos lo cual, a su vez, trae como consecuencia una cadena de subcontratos que encarecen la obra y merman su calidad.
Todo lo anterior es consecuencia de la corrupción que se ha apoderado de la contratación pública.
Dios quiera que con la expedición de la Ley 1882, de enero 17 de 2018, que establece la implementación de los pliegos tipo, las cosas mejoren por el bien del ejercicio digno de la noble profesión de la ingeniería.