La mentira existe desde los tiempos inmemoriales. Dicen los sabios que el tiempo parió la mentira por la misma época en que apareció el hombre.
¿Quién no recuerda a los amigos embusteros de su infancia? En mi época eran tantos, que hasta turnos tocaba darles para que contaran sus mentiras. Como la televisión era prehistórica y los teléfonos eunucos, el tiempo nos sobraba para meterle picante a la imaginación. El teatro de la vida transcurría en las esquinas de los barrios.
Para quien no lo sabe, las mentiras se clasifican según el impacto que ellas tengan en el interlocutor. Así las cosas, una mentira piadosa es completamente diferente a lo que popularmente conocemos como un “peñón”. Para que una mentira sea clasificada como “peñón” se tienen que surtir algunas reacciones. La primera, por ejemplo, es que todo “peñón” viene acompañado de un silencio oportuno para poder digerir el tamaño del embuste. Lo segundo, es comprensible… enseguida se viene la mirada cruzada entre los asistentes para definir el quórum sentencioso, y por último… lo obvio: todo el mundo reacciona y grita: “¡No joda, fulano, que tronco de peñón el tuyo!” Y de esa manera queda bautizada la mentira.
“Peñón” que se respete pasa a la posteridad. De mi juventud recuerdo varios, sin embargo, no puedo revelar la identidad de sus autores. Nunca se sabe cuándo uno de ellos pueda llegar a la Presidencia de la República.
Un “peñón” legendario de mi infancia lo referí aquí alguna vez. Era la historia del amigo que se cruzaba Castillogrande debajo del agua, y era tan descarado que nos relataba cómo oía las busetas cuando transitaban por la Piñango. En alguna oportunidad el mismo personaje me dijo que tenía un cultivo de manzanas en el patio de su casa. Cuando le alerté que dicha fruta era de clima frío, me contestó: “Por eso le tenemos aire acondicionado al patio”.
Otro “peñón” famoso que recuerdo tiene que ver con el amigo aquel que salió de cacería con dos balas y regresó a su casa con 30 patos. Cuando se le cuestionó cómo era posible semejante faena, respondió sin pensar: “Sencillo, maté uno y los otros 29 los traje con las manos arriba”.
Por razones de espacio me despido con el “peñón” del amigo que le encantaban los carros. Cuando llegó en su “Simca” a la esquina donde estábamos, alguien le preguntó: “Fulano, vienes como atrafagado, ¿qué te pasó?” Y él dijo: “Joda, tronco de susto. Imagínate que se me dio por ponerle gasolina de avión al carro y me fui para la Santander a correr. Y te juro por mi madre que volamos unos 100 metros.” La respuesta del grupo fue unánime: “¡Mierda!”
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