Pronto habrá humo blanco. No debería importar que el nuevo papa sea joven o viejo; italiano, austríaco o latinoamericano; pero que tenga la firmeza de Cristo para echar a la escoria de la Iglesia y la convicción para reformarla.
La “suciedad” a la que se refería el ahora Papa Emérito, todavía está enquistada en la cúspide y en la base de la curia. Los Vatileaks confirmaron cuán sucias e intrigantes son las finanzas del Vaticano; y las denuncias de víctimas de abusos, cuán esparcida está la pederastia en muchas diócesis del mundo.
El encubrimiento de estos crímenes por los jerarcas de la Iglesia, muestra el trabajo colosal que enfrentará el próximo Pontífice para derrotar la opacidad y reconquistar la credibilidad de los fieles. Una tarea de “tolerancia cero” contra los corruptos, que Benedicto XVI dejó inconclusa cuando su físico y espíritu le dijeron basta.
Ojalá que en el nuevo papa confluyan la espiritualidad pragmática de Juan Pablo II y la intelectualidad teológica de Benedicto XVI, pero también un carácter más progresista y reformista, que sus antecesores no tuvieron. La Iglesia no solo necesita salir de esta crisis, sino ir más lejos. Así como con el Concilio Vaticano II se hizo más terrenal y optó por los pobres, ahora la Iglesia necesita ser más incluyente y misericordiosa.
Acabar con la discriminación de la mujer a la vocación del sacerdocio y la imposición del celibato, son urgencias que no comprometen la moralidad cristiana como otros referidos a la eutanasia, el aborto o la manipulación de las células madres. En lo pragmático, resolverían la división entre católicos ortodoxos y liberales, la escasez de vocaciones y ayudarían a cambiar una cultura oscurantista que ha servido de caldo para los abusos sexuales.
En caso de que el nuevo pontífice abrace una reforma, no creo que el papa emérito se interponga, como algunos predicen. Benedicto XVI comprometió obediencia incondicional a su sucesor, siempre se mostró ajeno al poder y sabe que son otros los temas mundanos y graves con los que “el diablo ensucia la obra de Dios”.
Por esas suciedades justamente renunció, en plena libertad, sabiendo que ya estaba débil y viejo, y consciente de que se necesita fortaleza física y espiritual para afrontarlas. No por nada los escándalos sexuales y financieros se intensificaron durante la convalecencia de Juan Pablo II.
Su legado es grande. Como uno de los teólogos más sabios, dejó enseñanzas y liderazgo, rematadas en clases magistrales de catecismo y en tres encíclicas papales sobre la esperanza, la caridad y el amor.
Su obra más generosa, sin embargo, no fue mística ni espiritual, sino pragmática y burocrática. Tomó al diablo por la cola, reconoció pecados y delitos de la curia, exigió investigaciones internas, demandó justicia ordinaria y, en especial, hizo que la Iglesia se asumiera piadosa y caritativa con las víctimas.
Benedicto XVI también fue débil para castigar, de ahí su pedido de perdón. Sin embargo, se debe reconocer que fue mucho más que un papa de transición, alguien que sacudió a la Iglesia y la hizo más transparente, una puesta a punto para que un nuevo líder haga la tarea de reformarla y modernizarla.
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