Hasta hace poco, en el país, cultivar café equivalía a tener prestigio. A donde fueran los cafeteros eran ensalzados y atendidos con presteza. El grano de aquí era apetecido en los mercados del mundo. En las zonas en donde se cultiva no sólo se hablaba de prosperidad, aunque predominara la pobreza entre los recolectores, sino que se construyó un imaginario a partir de la molienda. Además, los potentados que vivían en las urbes y manejaban industrias o comercios invertían en los cafetales. Hasta hubo, treinta y siete años atrás, una bonanza, cuyos beneficios, decían, se expandieron por todo el territorio.El mundo giraba alrededor del café, no sólo porque la infusión que se obtiene de él era servida para atender a los visitantes o justificar un acercamiento en horas de trabajo, sino porque la sostenibilidad de las finanzas dependía de la calidad y la cantidad de la cosecha. Los cafeteros nos enorgullecían. El precio de su producto era un referente de la economía, que a diario anunciaban los diarios y los telenoticieros. Su tesón nos recordaba que ciento ochenta años atrás abrieron caminos a lo largo y ancho de las cordilleras, plantaron, abonaron y desyerbaron los cafetales para exportar sus frutos.
No obstante desde siempre se supo que la prosperidad la disfrutaban solo los intermediarios que compran la cosecha y la venden afuera y los dueños de las plantaciones que ocupaban amplias extensiones y contaban con los equipos para secar los granos. Los medianos productores y los minifundistas, en cambio, se quejaban de la agonía que padecían para cumplirle al sector financiero y de las escasas utilidades que les reportaba la siembra, en parte porque la carencia de equipos les impedía obtener un secamiento rápido de los granos, lo que desmejoraba su producto y lo abarataba. Pero persistían. Algo quedaba.
A pesar de esos inconvenientes la zona cafetera esplendía y nadie advirtió el momento en que comenzó a deslustrarse, tanto que los que hoy protestan y paran no son los recolectores (que en 1973 y 1974, doliéndose de la miseria en que vivían, lograron un aumento en su paga), sino los caficultores, sin importar que posean minifundios o extensiones considerables, ni que carezcan o dispongan de equipos para acelerar el secamiento del café luego de su recolección. Los afecta la desproporción entre lo que invierten para producir y lo que reciben luego de recoger.
La ruina amenaza por igual a grandes, medianos y pequeños. Ya los ricos anuncian que sus caudales decrecen y claman para que se les tienda la mano, confirmando el desplome de la economía cafetera. Incide en ello la revaluación del peso. Pero también la falta de competitividad y la inequidad que imponen los compradores, situaciones que se vislumbraron desde antes, pero sin precisarse la prontitud con que afectarían de las consecuencias, ni tomarse medidas para contrarrestar sus efectos. Por más subsidios que se repartan, si no se replantea el negocio, la crisis del café continuará.
Es probable que pronto los cafetales sean abandonados, los jeep engallados no suban ni bajen las cuestas y de esa época solo subsistan los hoteles de guadua y la publicidad de Juan Valdez, ratificándose el declive del agro que comenzó con la ruina de los algodoneros y arroceros de la costa Caribe.