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Columna

Para despabilarse

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A pesar de compartir la opinión de que maneja el poder para afianzar el proyecto que impulsa y de estar en desacuerdo con su parecer, poco me refiero al procurador Ordóñez. No lo conozco, ni desempeño un cargo de los que él vigila, ni aspiro a ser invitado a sus festejos. No obstante, la celebración de la boda de su hija acaparó mi atención, no por el boato que se exhibió, sino por evidenciar su afán por inculcarle al país el pensamiento de la ultraderecha, tanto que se obstinó en que la misa se pronunciara en latín y que el oficiante denostara de quienes están por fuera de sus afectos.Los homosexuales, por supuesto, recibieron la reprimenda. Ordoñez los aborrece. Le disgusta que ellos se hubieran sincerado, exhiban sus diferencias y reclamen respeto por su condición, la que descalifica por no corresponderse con su empeño por mantener el atraso, entendido como la prevalencia de prejuicios y supercherías que primaron siglos atrás, cuando la ciencia estaba en ciernes y se pregonaba la anormalidad de los homosexuales, tan solo porque a la sexualidad se le asignó la exclusiva función de reproducir la especie y se le despojó de disfrute. Este es el argumento para oponerse a que la ley les reconozca como parejas.
La mujer tampoco escapa de sus diatribas. Ella, según su concepción, no puede desembarazarse del lastre que representa una preñez cuando su vida corre riesgo o no la deseó y fue consecuencia de la violencia a la que la sometieron. Su deber es parir. Está diseñada para ello. La tentativa por escapar a ese destino contraría el designio divino y la convierte no sólo en pecadora, sino en delincuente. Quien le preste ayuda, aunque actúe conforme a los parámetros que trazó la Corte Constitucional, se convierte en cómplice.
Y nadie se atreve a desairarlo. Siente, entonces, libertad para avanzar en su propósito de conseguir que el Estado y la Iglesia se fundan y confundan. Pronto, no debería extrañarnos, pretenderá que los jueces resuelvan los conflictos terrenales aplicando el dogma, que los legisladores reproduzcan la ley de Dios, que los sacerdotes vuelvan a regir los colegios y asentar el estado civil de las personas y que el Presidente, los gobernadores y los alcaldes no pronuncien discursos sino sermones. Ese fin lo mantiene activo y persistirá.
Pero el país no puede regresar al oscurantismo de la época de la inquisición, cuando se condenaba a los impíos, pero se absolvía a los fieles, aunque hubieran incurrido en atrocidades.
El estado laico debe primar. Los liberales deben entenderlo y despabilarse. Hay que alertar al país, sobre todo ahora que a Ordoñez se le considera como aspirante a la Presidencia de la República y anacronismos, como escoger una lengua que comenzó su declive mil cien años atrás y de la cual hoy se ocupan apenas unos cuantos eruditos, constituye una señal de su arrogancia y tozudez, no porque desconozca el mundo, sino porque lo quiere cambiar, pulverizando una tradición, que si bien adolece de defectos, ha mostrado la inconveniencia de la exclusión y las ventajas de la participación de los opuestos.  

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