Quienes conocieron bien a Félix Turbay saben que no exagero al decir que habría sido un personaje de novela para Malraux, suspendido por la fantasía del narrador y por el peso fraternal de un espíritu gemelo del suyo. De esa pasta fue el amigo invariable que dos inmigrantes libaneses del mismo pueblo y con el mismo apellido, José y Marta, empollaron al abrigo de los Montes de María.
Luego de mucho tiempo de haberlo conocido en el Colegio Universitario de San Pedro Claver, frente al cual viví con mi familia, volví a verlo con Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus, Fernando Arbeláez y Alfonso Bonilla Naar en un cafetín de poetas y libreros. Me sentó con ellos a una mesa donde la poesía rodaba en torno a las tazas de café y té. Allí hubiéramos seguido hasta el día siguiente si el mismo Félix no nos revela, como para finiquitar la reunión e irnos a tomar Jerez, que había descubierto a Sartre imitando a Darwin basado en Simone de Beauvoir.
Fue aquel un grupo infortunado. Surgieron como creadores, claro, y figuraron en las antologías poéticas de Rogelio Echavarría y Andrés Holguín, pero sus premoniciones se cumplieron. Los acoquinó un miedo encapsulado que se reflejó en sus obras, semblantes y diálogos. Un viernes festejaban un número de la revista Mito y el sábado se sentían, con el ceño aborrascado, correteados por el acecho de la muerte.
No desvariaban. A poco andar, vino el derrumbe. Primero murió Gaitán Durán en un accidente aéreo y no mucho después Lalo Cote en otro automovilístico. Dos muertes que traumatizaron a Félix y le aplancharon las ansias de publicar lo que escribía. Los dramas de los amigos que uno quiere –decía– nos quitan las ganas de ser lo que somos. Con razón Héctor Rojas –agregaba– sostiene que poeta es todo aquel que elige el fracaso. No tanto, en su caso.
El mismo mes del mismo año Félix fue nombrado secretario general del Ministerio de Trabajo y galardonado con el Premio Nacional de Poesía Jorge Gaitán Durán, instituido en homenaje a su amigo y colega. El galardón fue insuficiente para superar el desgano, y resolvió seguir escribiendo sin publicar, pero haciendo carrera en la Administración y la diplomacia. Como ministro encargado resolvió la tormentosa huelga en la Flota Mercante Grancolombiana, a finales de los sesenta, y como embajador de Colombia en El Líbano acercó más a los dos países acicateado por su doble condición de colombiano de “solis” y libanés de “sanguinis”.
Ricardo Vélez Pareja lo convenció de que leyera sus poemas en el Museo de Arte Moderno, y accedió. Fueron 40 o 50 los que leyó en dos tardes entre aplausos y congratulaciones. Pero regresaron a la gaveta. Usted por qué no publica esa poesía tan hermosa, poeta, le reprochó un amigo que valoró la calidad de lo leído. “Porque no quiero pasar –apuntó, irónico y sonriente– del anonimato al desprestigio”.
El 4 de noviembre pasado, día de su cumpleaños 82, me aseguró que había llegado a viejo, a pesar de su hipertensión y su diabetes, porque supo juntar, sensibilizado en sus incertidumbres, la hipocondría con la irresponsabilidad. Lo desconcertante era que lo decía en broma y lo practicaba en serio.
*Columnista y profesor universitario
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