Desde que comenzó el siglo los latinoamericanos presenciamos el surgimiento de dirigentes que desconocen el ordenamiento jurídico pretextando defender la voluntad de la mayoría, aunque el propósito que subyace en ese proceder es la consolidación del caudillismo, que no admite contradictores, ni competidores, recurre a la trampa y pregona que nadie más tiene capacidad para dirigir el país dentro del que el líder aspira a perpetuarse.En Colombia ocurrió durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Sus acólitos preconizaron que el apoyo popular bastaba para ello. Intentaron, a través de un referendo, reformar la Constitución para permitir la segunda reelección (necesaria para impedir que resurgieran los males que nos pusieron al borde de ser una sociedad fallida). Pero la Corte Constitucional estimó que era imposible mantener incólume la carta magna si se convalidaba la ley que lo autorizaba.
La sensatez e independencia de los jueces evitó que el presidente se consolidara como un poder al que nadie controlaría porque la veneración de la ciudadanía le confería la virtud de la infalibilidad. Ante el revés, Álvaro Uribe procuró que uno de sus discípulos asumiera el mando para continuar mandando detrás del trono.
Venezuela es otro lugar en donde se cometen marrullerías. Pretenden apuntalar el poder de Hugo Chávez Frías y de su séquito. Esto ha originado la polarización que ahí se vive. De los afectos y rencores que despierta el caudillo presenciamos un nuevo episodio el 10 de enero, cuando él no prestó juramento para iniciar el período presidencial. Su dolencia le impidió trasladarse desde la Habana a Caracas. Para sus acólitos no era una necesidad por tratarse de un mandatario en ejercicio que fue reelegido, argumento que fue acogido por la Asamblea Nacional y ratificado por el Tribunal Supremo.
El júbilo de los simpatizantes afloró. Y se reunieron para ratificar el apoyo al ausente e implorar por su recuperación. Chávez sigue siendo presidente a pesar de que ya finalizó su periodo, no asumió el cargo, ni juró cumplir sus deberes.
Es aquí en donde comienza la discusión sobre la legalidad de la conducta de las autoridades venezolanas. A diferencia de lo que ocurrió acá, allá el pensamiento del líder es obedecido por los jueces, de modo que en vez de un análisis sin dogmatismos, encontramos que la providencia lo complace sin restricciones, así contradiga la tradición o la lógica jurídica, como si esa no fuera otra manera de arar en un lago o edificar en el aire, toda vez que propician, no sólo la desinstitucionalización del país, sino la implantación de una perspectiva en blanco y negro, en la que los medios de comunicación favorecen las ideas del caudillo, poniendo de relieve los éxitos, pero escondiendo los fracasos, los despilfarros y la corrupción, que en Venezuela encarnan los boliburgueses, que se empeñan en minimizar la influencia de la prensa que averigua y critica sus desafueros, como ese de ignorar que los periodos presidenciales deben finalizar y comenzar conforme a lo previsto en las normas.
Los caudillos y sus sequitos transgreden el ordenamiento, lo amañan, justificándolo con la satisfacción que su gestión despierta entre los gobernados, aunque, como ocurre al lado, gobierne, a través de recados, un ausente.