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Columna

A mí que me esculquen

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Esta semana fue de malas noticias para los “buenos muchachos” defendidos por el expresidente Uribe. El homenajeado general Rito Alejo del Río fue condenando a 25 años de prisión por ser el “líder de un contubernio criminal con las AUC”, y el general Santoyo aceptó ser culpable del delito de apoyar a narcotraficantes y a grupos paramilitares. Son dos personas muy cercanas a Uribe a las que les comprueban actividades ilícitas y nexos con delincuentes, que llevan a repetir la pregunta por la responsabilidad del ex mandatario en estos hechos.
En el caso de Santoyo, Uribe negó ordenarle cometer estos delitos y pidió a la justicia norteamericana investigarlo para corroborar su inocencia. A la gente hay que creerle, hasta que no se demuestre lo contrario y aceptamos ser cierto que Uribe no dio ninguna orden, pero ese no es el problema.
También es posible que Uribe no le ordenara a Jorge Noguera, su primer director del DAS, poner esa entidad al servicio de los paramilitares, o que tampoco le ordenara a María del Pilar Hurtado usar al DAS para chuzar a la Corte Suprema, a la oposición o a periodistas.
Aceptemos también que no le pidió a Mancuso y sus asesinos apoyarlos en su campaña electoral del 2002 ni que obligaran a votar por él (como lo acaba de confesar el mismo Mancuso), y que no mandó a sus amigos parapolíticos a firmar el pacto de Ralito para refundar la patria y tomarse el 35% del Congreso.
Por supuesto debe ser cierto que Uribe no organizó la sangrienta retoma paramilitar de Córdoba, ni las atrocidades cometidas a las puertas del Ubérrimo. Nadie osaría pensar que Uribe ordenó a oficiales del Ejército montar falsos positivos y asesinar a más de mil jóvenes inocentes. Puede ser que sí le insinuara a Luis Carlos Restrepo montar las falsas desmovilizaciones de guerrilleros, pero si él lo niega le podemos creer.
Asimismo se puede creer que Uribe no le ordenó a Sabas Pretelt sobornar a Yidis y Teodolindo para que votaran a favor de la reelección, ni al superintendente de Notariado que les diera notarías en pago por sus votos. También es posible que Bernardo Moreno no recibiera ninguna orden para reunirse en los sótanos de la Casa de Nari con alias “Job”, ni que armara montajes con Tasmania para desprestigiar a los magistrados de la Corte Suprema.
Ni siquiera en asuntos familiares se puede acusar a Uribe de ordenar ilícitos. Seguro que él no les ordenó a sus hijos comprar terrenos baratos para venderlos bien caros después de que su gobierno los autorizara para zonas francas; y a su hermano tampoco le debió decir que se relacionara y tuviera un hijo con una mujer hoy extraditada por narcotraficante.
Podemos creer que Uribe no dio órdenes en estos casos ni en tantos otros, pero no es creíble que un presidente que sabía hasta que estaban dañados los baños de un aeropuerto regional no se enterara de los delitos de su círculo más cercano. Su responsabilidad es política porque él nombró a esos funcionarios y cuando fueron acusados los defendió y los mandó a cargos diplomáticos o les recomendó fugarse. No se trata de un elefante sino de una manada de dinosaurios, más grandes y cavernícolas.

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