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Opinión

¡Negra tenía que ser!

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“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel. La gente aprende a odiar. También se le puede enseñar a amar. El amor llega más naturalmente al corazón humano que lo contrario” (Nelson Mandela).

Nacimos en una cultura que nos enseñó el maquiavélico ejercicio del blanqueo, blanquearnos el cuerpo, el pelo, la historia y hasta el alma. El lenguaje hizo lo suyo, y la memoria oral nos recordó que el camino negro es el peor destino a ocurrir, y que la niña es negra, pero bella, aunque el cantautor vallenato proclame que “Mi color moreno no destiñe”.

Esta práctica sistemática, claramente racista, está incorporada en todos los sistemas y niveles sociales, y va desde la negación de la existencia del racismo como una forma más de colonialismo y de desconocimiento histórico y cultural de lo que somos, hasta los asesinatos raciales o los crímenes por odio.

Una de las formas de opresión racial instaurada en el pensamiento, es denominar ‘pelo malo’ a todo pelo diferente al lacio, entre menos lacio, más malo es. Esta connotación que a los ojos de muchos podría parecer una practica inofensiva, es en realidad una manera de instaurar un racismo que asesina. A las niñas les estiran el pelo a toda costa, con químicos, con fuerza, como sea, lo importante es estirarlo; a los niños, le “pasan la cero” para que el pelo malo no se asomé, para que el rizo entre más rizo, menos probabilidad tenga de existir: con este acto se inicia el proceso de blanqueo, que va más allá de lo físico, porque también implica desposeernos de lo que somos y dejar de amar nuestro cuerpo, nuestra piel, nuestra nariz, nuestro pelo.

En el ambiente laboral, nos enseñaron a que una buena presentación personal implicaba un pelo planchado, estirar el pelo en las mujeres en nuestro contexto es lamentablemente casi una exigencia laboral.

Ya está incorporado en nuestro colonizado pensamiento que la plancha, el cepillado y cualquier otra forma de aniquilar lo que somos vale la pena, nos hace más bellas, más profesionales y casi que mejores trabajadoras: muestra fehaciente de que el racismo está inevitablemente incrustado en nuestra frágil sociedad. Las sobrevivientes a este tipo de prácticas, son señaladas: “Péinate, arréglate, te ves descuidada”, “Córtate esa vaina”, “Así no puedes trabajar aquí”, entre otras.

Sorprende que Cartagena, pueblo negro, sea una ciudad altamente racista. El color de la piel y la forma del cabello son marcadores sociales de exclusión. No nos enseñaron a amar lo que somos, por el contrario, nos enseñaron a odiar lo que llevamos de negros.

La belleza, la clase social, la opulencia y el poder adquisitivo se construyó a partir de lo blanco; no por casualidad, las poblaciones con condiciones económicas más desprovistas coinciden con los territorios étnicos periféricos.

El racismo se niega, no se reconoce, el que no lo padece rara vez lo comprende, el que lo padece lo calla por temor, por vergüenza o por miedo; pero las gestas de lucha están presentes, y día a día mujeres y hombres se levantan a contribuir a la reivindicación de los derechos arrebatados, para aliviar los sufrimientos padecidos, para narrar las verdades que incomodan, para resarcir los daños acontecidos.

Retomando a Nelson Mandela, “Podemos cambiar el mundo y hacer que sea un mundo mejor. Está en tu mano hacerlo realidad”.

Es posible deconstruir los aprendizajes que someten, que dañan, es posible amarnos negros y negras, porque nuestros pelos son resistentes, son buenos, son amados, porque nuestro color refleja nuestra historia; nuestros abuelos y abuelas están impregnados en nuestra cara y en nuestros actos para siempre.

Phd ©

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