La primera influencer de la historia no subió selfies, no hizo unboxing, ni pidió “denle like y suscríbanse”. Tampoco existió. Se llamaba Betty Crocker y fue, sin saberlo, el experimento de marketing más exitoso del siglo XX.
Creada por una marca en una época en la que nadie hablaba de branding, engagement ni marketing de contenidos; aun así, terminó haciendo exactamente eso: construir confianza, moldear hábitos y convertirse en una voz influyente para millones de personas que, por consiguiente, terminaban comprando sus productos.
Hoy, cuando las redes sociales dictan qué compramos, a quién escuchamos y en qué confiamos, la historia de Betty Crocker se siente menos antigua y más profética. Porque antes de los likes, ya existía la influencia. Y antes de los influencers, ya existía ella.
Lo que empezó con una harina
Todo comenzó en 1921, cuando la empresa Washburn Crosby Company, que luego se convertiría en General Mills, buscaba promocionar su nueva harina Gold Medal. La idea fue sencilla: un concurso que regalaba utensilios de cocina a quienes resolvieran un rompecabezas publicado en una revista. Lea: La hermana de Andrés Cepeda se lanza a influencer a sus 72 años: los motivos
La respuesta superó cualquier expectativa. Llegaron decenas de miles de cartas desde distintos puntos del país. Pero lo verdaderamente revelador no fue la participación, sino lo que venía escrito a mano, entre líneas: preguntas sobre recetas, tiempos de cocción, errores comunes y dudas domésticas. Las mujeres no solo estaban participando. Estaban buscando una guía.
Ahí ocurrió el click. La empresa entendió que si respondía como una corporación, con lenguaje técnico y distante, la conexión se perdería. Lo que necesitaban no era un departamento de servicio al cliente, necesitaban un modelo a seguir, una voz de confianza. Así nació Betty Crocker.

“Betty” porque era un nombre cercano, común en ese tiempo, familiar; y “Crocker” porque el apellido pertenecía a uno de los ejecutivos de la compañía. Simple.
Pero Betty no era una chef famosa ni una figura pública; era un personaje diseñado para responder cartas con empatía, claridad y autoridad. Todas las respuestas llevaban su firma. Todas sonaban humanas. Todas parecían escritas por alguien que sabía de cocina, pero también de vida.
Sin planearlo, la marca había creado algo poderoso: una identidad. La audiencia hizo el resto y no tardaron en tratar a Betty como si fuera real. Le escribían con confianza, la consultaban, la seguían. Habían creado un personaje, pero el público lo convirtió en persona.
La primera influencer
En la década de los 30, Betty dio un paso que hoy llamaríamos expansión de plataforma: llegó a la radio y por primera vez escucharon su voz. El programa The Betty Crocker Cooking School of the Air se convirtió en un éxito. Cada emisión era una clase práctica, una conversación directa con quienes escuchaban desde sus cocinas. Recetas, trucos, consejos, soluciones para lo cotidiano. No había espectáculo; había utilidad y, especialmente, cercanía. Eso era justo lo que hacía que funcionara. Betty no hablaba para vender, hablaba para ayudar, y ahí se construyó su poder.
Varias mujeres interpretaron su voz a lo largo de los años. Nadie necesitaba saber quién estaba detrás del micrófono. La coherencia del mensaje era suficiente. Betty siempre sonaba igual: cercana, clara, confiable.
Durante mucho tiempo, Betty fue solo una voz y una firma. Hasta que surgió una nueva necesidad: ponerle cara a esa confianza. En 1936 se creó el primer retrato oficial de Betty Crocker, una imagen pintada a partir de la combinación de rasgos de varias mujeres reales en Estados Unidos. Pero lo más interesante vino después. Ese retrato no fue estático. Década tras década, Betty fue actualizada para reflejar a la mujer estadounidense de cada época. Cambiaban su peinado, su vestuario, su expresión.
Hoy lo llamaríamos rebranding. En ese momento, fue intuición pura. La marca entendió que la influencia no puede quedarse congelada en el tiempo: tiene que evolucionar con su audiencia.
Curiosamente, los productos con el nombre Betty Crocker llegaron después. Primero se construyó la relación; luego, el negocio: mezclas para pasteles, libros de cocina, utensilios, la icónica cuchara roja con su firma. Betty no vendía ingredientes, vendía seguridad. No ofrecía recetas, ofrecía la tranquilidad de que todo iba a salir bien. Y esa promesa fue tan fuerte que marcó la forma en la que generaciones enteras cocinaron en Estados Unidos.

Pionera de la actualidad
Vista desde hoy, Betty Crocker no solo fue una influencer: fue el manual original. Sin quererlo, sentó las bases de lo que hoy mueve millones de dólares, define campañas globales y decide qué marcas sobreviven en un mercado saturado.
Betty hizo marketing antes de que existiera el término. Fue pionera en algo que hoy parece obvio: humanizar una marca. General Mills entendió que las personas no conectan solo con logos ni con discursos corporativos, sino con voces que sienten cercanas. Betty fue esa voz. Una verdadera influencer. Una identidad narrativa tan sólida que no necesitó un cuerpo real para generar vínculo.
Además, Betty fue una de las primeras demostraciones del poder de la confianza como moneda. Hoy se habla de credibilidad, autoridad y reputación digital. En los años 20, eso se construía con cartas bien respondidas, tono coherente y presencia constante. El principio era el mismo: si confías en quien te habla, confías en lo que te recomienda.
Lo que comenzó casi por intuición terminó convirtiéndose en una estrategia replicable. Betty Crocker entendió —mucho antes que las redes— que la influencia no depende de mostrarse, sino de ser útil de forma sostenida. Que no se trata solo de viralidad, sino de permanencia.
Hoy, las marcas buscan exactamente eso: crear comunidades, generar conversación, ofrecer valor antes de vender. Conceptos como engagement, branding emocional o storytelling ya estaban ahí, disfrazados de recetas y consejos de cocina. Lea: “No conozcas a tus ídolos”: famosa influencer relató mala experiencia con Maluma
Incluso la evolución visual de Betty anticipó otro fenómeno actual: la necesidad de adaptarse culturalmente sin perder identidad. Su rostro cambiaba con las décadas, pero su esencia no. Algo muy parecido a lo que hoy hacen las marcas que logran sobrevivir al paso del tiempo sin volverse irrelevantes.
En un ecosistema digital donde cualquiera puede hablar, la verdadera influencia sigue siendo un privilegio. No basta con tener visibilidad. Hace falta credibilidad. Y eso no se construye de un día para otro. Así, Betty nunca existió. Pero su forma de influir sigue más viva que nunca.

