Cuando era niña vivía con emoción la llegada de agosto. Durante los primeros días del mes, los profesores nos daban la libertad de salir a la cancha de arena a “volar barrilete”. Cada uno debía llevar el suyo, comprado o hecho a mano. Mis papás siempre me compraban uno en el mercado, rosado o morado y con alguna imagen de un muñequito que me gustara. Mis barriletes siempre eran del tamaño promedio, ni muy pequeños pero tampoco tan grandes como algunos que podían llegar a un metro y que en el cielo parecían más bien como ballenas en el mar. Recuerdo también que los profesores, con el fin de darnos un rato de diversión alejado de los cuadernos cuadriculados, se inventaban todo tipo de concursos; que la cometa con la cola más larga, la que más alto volaba, la más bonita… la mía nunca aplicaba; siempre era sencilla y su vuelo más bien débil. Si lograba, casi milagrosamente, despegar del suelo y alcanzar un par de metros de altura, caía con más fuerza de la que se había elevado. Tanta era mi frustración que cuando el papá de algún compañero se daba cuenta de mi infructífero esfuerzo, se compadecía cambiándole el hilo por un nailon más grueso y corría con ella meneándose detrás hasta que lograba elevarla al nivel de las otras. El cielo era un festín de colores, y yo mantenía una concentración casi religiosa en mi cometa que se hacía cada vez más pequeña en medio de un cielo surcado por peces de muchos colores.
Es agosto otra vez
Con el regreso de agosto, los cielos del Caribe vuelven a bordarse de colores y nos empujan, a muchos, a la memoria de una infancia luminosa. También, a otros a quienes el conflicto y los desajustes de la vida les robaron demasiadas cosas, pero no ese instante de alegría compartida. Pienso en la lideresa social Juana Ruiz, de los Montes de María, invitada hace un par de años a participar en la canción de Morat “Las cometas siempre vuelan en agosto”, una canción con referencias textuales a la violencia y a la resistencia en Colombia. La convocatoria le llegó a través del periodista Daniel Samper, y Juana, que ha hecho de la memoria un oficio, dijo que sí.
Juana es una de las voces del colectivo de las Tejedoras de Mampuján, mujeres que han puesto en retazos de tela la historia de su comunidad tras la masacre paramilitar del año 2000. En su niñez, la vida fue plácida; recuerda las tardes en el arroyo, la dulzura de las frutas, el olor de la tierra mojada, la familia reunida alrededor de las comidas sencillas. “Me acuerdo del monte, de la tierra, del agua, de la lluvia, de mi familia”, suele evocar. Pero los años trajeron un viento más áspero: el de la guerra, que cambió muchas cosas. Sin embargo, ni siquiera el dolor consiguió arrancarle la esperanza. Hoy, esa esperanza se teje en tapices que cuentan su historia y la de su comunidad de mujeres. Para Juana, el arte permite sacar a la luz lo que se hunde en lo profundo: narrar lo ocurrido, lo que hiere y lo que no se quiere olvidar, precisamente para que no se repita.
Una canción para sanar
En 2022, cuando recibió la invitación de Morat por medio de Samper, a Juana le conmovió que la música buscara su voz. Fueron sus hijas, admiradoras del grupo, quienes celebraron primero. Ella lo vivió como un honor y, a su manera, como una confirmación de que el arte y la música tienen el poder de aliviar lo que parecía condenado a doler para siempre.
“Las cometas siempre vuelan en agosto” remite a un pasado atroz que aún no cicatriza del todo, ni siquiera un par de generaciones después. “Recuerdos que aún se empolvan con cenizas de nogal… y a un país de mierda el noticiero de las nueve le marca el final”, canta una de sus líneas, trayendo a la memoria aquella despedida del informativo tras el asesinato de Jaime Garzón y la frase del periodista César Augusto Londoño que quedó grabada en la historia de Colombia: “Hasta aquí los deportes, país de mierda”.
Otra estrofa advierte: “Y a lo mejor me suena falso cuando intento ser tan positivo, porque hay más de seis mil razones para seguir siendo negativos”, un verso que hace alusión a las cifras sobre ejecuciones extrajudiciales, o “falsos positivos” documentadas por la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
No obstante, en su final se enciende una luz de esperanza: “Aunque el vestigio del pasado pese y haya días en que la tristeza se asome al rostro, sé que las cometas siempre vuelan en agosto”.
“Si pudiera escribir un mensaje en una cometa y echarla a volar sobre los Montes de María”, dice Juana, “Dejaría grabado el versículo que me acompaña: “Los que con lágrimas sembraron, con regocijo cosecharán”. Ese pasaje la ha mantenido en pie como lideresa, en la tarea de recomponer el tejido social, en el trabajo silencioso de sanar lo que la guerra dejó en varias generaciones. “Me han quitado cosas, me han humillado, pero supe que no siempre iba a estar así, que no toda la vida se llora”, afirma.
“Yo estoy viva para ayudar a otros también a levantarse, por eso mi mensaje para todos es que siempre que estemos vivos podemos levantarnos porque cuando tú te levantas después de haber caído, te levantas muy fuerte porque ya por lo menos sabes que te caíste y te levantaste. Pero quien nunca ha caído no sabe si cuando se caiga se levantará”. Pienso entonces en mi cometa pequeña, en ese hilo que se me enredaba en los dedos, en el papá generoso que cambiaba la cuerda y me dejaba verla trepar hasta confundirse con el cielo. Pienso en la mía, sin premios ni cintas brillantes, y en la de Juana, hecha de telas y memoria. Las dos, al final, dependen de lo mismo: una corriente de aire que no siempre sopla a favor. El próximo año, cuando vuelva agosto, volverá el viento y con él la oportunidad de llevar al cielo nuestros deseos convertidos en infinidades de barriletes de colores.

