La música es una de las herramientas de comunicación más puras y sublimes. Es un lenguaje universal, una mirada a la humanidad, un grito o un susurro al alma. La música es la única capaz de hablar, al mismo tiempo y de manera explícita, al cerebro y al corazón, y, a lo largo de los años, se ha convertido en el reflejo del hombre, en su memoria y en un símbolo de resistencia y rebeldía.
Quienes nacen con el don de crear arte entretejen vidas. Cruzan fronteras, culturas y sociedades; atraviesan miedos, rencores y tristezas. Conducen a la esperanza, a la alegría, al cambio y a la aceptación. Narran vivencias propias que también son las de tantos otros, y no desvinculan lo social, lo cultural y lo político, pues responden a la esencia de quienes somos y nos permiten pensarnos y cuestionarnos desde los privilegios y desde la escasez.
La música no puede pensarse desde lo individual; tiene la audacia de unir lo diferente e inusual. Es la vida resumida en poesía y melodías. Es una expresión emocional y estética, y la verdadera música -la que no es ruido- transforma: se convierte en voz ante el silencio de la opresión y la segregación. Se rehúsa a caer en lo comercial y en lo mundano. Es arte político que reafirma la identidad mientras sobrevive al juego de poderes.
Entre sus artífices hay quienes tienen una vasta discografía que denuncia y grita. Son explícitos, irreverentes y no le temen al juicio de las masas o al pensar de las clases obreras, porque lo más importante para ellos es hablar sin tapujos, aun frente a la crítica y los señalamientos. Pero hay otros que denuncian sin gritar. Sutiles pero letales. De alma sensible y apacible. A este último grupo de temerarios intérpretes y compositores pertenecen Ismael Rivera, “El Sonero Mayor”, y Juan Luis Guerra, con temas como Las caras lindas (1978), El negro bembón (1930/1950), Visa para un sueño (1990) y El Niágara en bicicleta (1998): piezas que convierten en poesía la inequidad, el racismo, la desigualdad y la desesperación social, económica y política. Canto que exalta a una raza históricamente denigrada y a un continente que muchos han intentado desplazar.
Ricardo Chica, docente e investigador de la Universidad de Cartagena, explica por qué estas canciones, que cargan en sus letras la crueldad, la desesperanza y la frustración, terminan eclipsadas por la melodía, el humor y la alegría del cantador y del bailador. El comunicador social y escritor sostiene que la idiosincrasia de estas composiciones está ligada al seno de lo afro, porque la música que se produce en el Caribe “se vincula a los sectores negros, mulatos o afrodescendientes, y se les asocia al marco del show, del espectáculo, al alegrador de la vida, al que llega a animar la fiesta”.

Análisis de canciones caribeñas con ritmo y denuncia social
Y es que Juan Luis Guerra, entre el sonar de la tambora y la güira, recurrió al humor para exponer la precariedad del sistema de salud dominicano en los años noventa -una realidad que muchos países latinoamericanos también experimentaron, y algunos aún experimentan- marcada por la falta de personal médico, el desabastecimiento de insumos y la burocracia e indiferencia de las figuras de poder. Con metáforas y un ritmo contagioso disfrazó lo revolucionario, logrando que su mensaje llegara a distintos rincones y evitara la censura. Es, en esencia, un grito de inconformidad vestido de fiesta, acompañado por la desesperación de enfrentar lo imposible, lo condenado al fracaso o la catástrofe.
Ocho años antes, ya había entregado al mundo una proclama que parece escrita para esta época: la de los millennials y la generación Z. Visa para un sueño retrata la migración forzada que atravesaba República Dominicana -como tantos otros países del continente- a finales de los años ochenta e inicios de los noventa. Una crisis económica severa impulsó un éxodo masivo hacia Estados Unidos, nación a la que solo se podía ingresar con un permiso especial: la visa. Documento que se convirtió en sinónimo de esperanza, libertad y dignidad; en el pasaporte hacia un futuro mejor.
Por su parte, Ismael Rivera inmortalizó, en 1950 con ‘El negro bembón’, el son montuno cubano de Ignacio Piñeiro, compuesto en 1930: una venganza simbólica frente a los prejuicios impuestos a la raza negra y a sus rasgos físicos. La “bemba”, más que unos labios prominentes, se convierte en una narrativa que ridiculiza no a quienes la poseen, sino a quienes discriminan y que con sus violentos prejuicios atentan contra la dignidad humana. La burla es, en realidad, el espejo de una sociedad centralizada. Rivera se ríe, con ironía, del asesinato acontecido a un negro bembón.
Y excelsa es la composición de Tite Curet Alonso, que Rivera declama para resaltar el valor de la raza prieta: Las caras lindas es un canto de amor y orgullo, llama al negro, con osadía y vehemencia, “lindo”, “puro”, “bello”. Un verdadero acto de reivindicación.
“La salsa es una manifestación fundamentalmente popular que narra, cuenta y expresa su visión del mundo desde los sectores subalternos, periféricos y fronterizos de todas las diásporas y comunidades que conforman la complejidad del Caribe. En esas visiones de mundo siempre hay posturas de queja, crítica y denuncia, y eso ha sido así desde el devenir de la producción musical caribeña, incluso antes de la existencia de la industria discográfica. Hay que tener presente esa base popular que posee la capacidad de resistir, de cuestionar y de interrogar el mundo desde la periferia y la subalternidad”, afirma Chica.
Y añade: “Se hace una referencia a la alegría de la música del Caribe. Hay que darle dos connotaciones: por una parte, una muy estereotipada. Los turistas que vienen al Caribe pagan por la alegría, y esta está muy marcada por la música tropical, afrocaribeña y la salsa. Por otro lado, la alegría es un poder y es parte intrínseca de la exaltación de la vida frente a la explotación, el sufrimiento, la exclusión y la discriminación. Siempre se resiste”.

La llegada de internet significó un punto de inflexión para la música y para su industria. Las canciones aquí mencionadas habitan en la memoria de una generación que ya no domina. El mundo ha dejado de escuchar estas composiciones, con más de cinco décadas de existencia que, sin embargo, parecen escritas para este presente. Porque cuando estas canciones suenan, usted está bailando las lágrimas del oprimido, el orgullo de las razas, la burla a los estereotipos étnicos, los éxodos forzados, la frustración y la esperanza de un futuro próspero, la escasez y las problemáticas sistémicas de los países latinoamericanos.
Denunciar desde la poesía y el humor, sin la carga explícita, es, en ocasiones, la forma más poderosa de visibilización, unión e identidad. No siempre es necesario gritar: a veces basta con hablarle a la memoria y al corazón.