Hay empresas que nacen y pronto se convierten en gigantescos tiburones en el inmenso mar de las finanzas, impulsadas por ventas multimillonarias y costosas estrategias publicitarias.
Sin embargo, muchas de ellas dejan atrás algo mucho más valioso y profundo: aquello que otras marcas, tras años de esfuerzo y dedicación, han logrado construir con amor y sabor a nostalgia, hasta convertirse en patrimonio.
Frisby, esa marca nacida en Pereira en 1977, pertenece al segundo grupo. Lo que comenzó con una pequeña pizzería familiar se transformó en un gigante del pollo frito que hoy es parte de la memoria colectiva de millones de colombianos.
Una marca que no solo se reconoce hoy por sus productos, sino por algo más difícil de medir: su lugar en el corazón de un país. Desde sus inicios, Frisby se ha guiado por un propósito superior: “Alimentar con amor para contribuir al desarrollo del ser humano y transformar positivamente a la sociedad”. Trabajo logrado a través de la puesta en marcha de una cultura empresarial basada en el respeto, la ética del cuidado, la justicia y la responsabilidad compartida.
Mucho antes de que se hablara de “capitalismo consciente”, Frisby ya lo practicaba. Ha sido, desde siempre, una forma más humana de hacer empresa en Colombia. Y eso se notó cuando, a finales de abril de este año, se regó la noticia de que en España surgía una empresa llamada “Frisby España S. L.” que estaba usando el mismo nombre, elementos visuales e incluso presentando su pollo como si se tratara del original. El país entero se sintió tocado.
No solo era un caso de suplantación comercial, era un robo simbólico. Como muchos usuarios afirmaron en redes sociales: “Ya nos quitaron el oro, con el pollo no”. La indignación fue inmediata. Desde Frisby, el verdadero, publicaron un comunicado en el que advertían sobre esta situación irregular y anunciaban acciones legales para proteger su patrimonio en Europa.

El proceso judicial aún está en curso: tienen plazo hasta el 17 de julio para demostrar su uso previo y efectivo del nombre en el continente, y así evitar la caducidad de su registro. Y aunque el panorama aún se ve nublado para el pollo colombiano, algo más importante ocurrió mientras tanto. Algo que ningún tribunal puede dictar, pero que pesa tanto como un fallo a favor: el país entero se puso la camiseta… o más bien, la gorra roja.
Cuando la patria se vuelve marketing
En cuestión de horas, lo que parecía un simple aviso legal se convirtió en una ola emocional. Marcas grandes y pequeñas, incluso competidoras directas como KFC, Kokoriko y Presto, publicaron mensajes de apoyo bajo el lema #APolloFrisby .
También se sumaron algunas de las empresas nacionales más grandes como Crepes & Waffles, Salitre Mágico, Tostao, Avianca e incluso El Universal, en una muestra espontánea y genuina de hermandad, y lo hicieron con creatividad, humor y cariño. No era publicidad vacía: era orgullo colombiano.
Saulo Torres, director del programa de Marketing y Transformación Digital de la Universidad Tecnológica de Bolívar (UTB), lo resume así: “Todas las marcas sacaron ese espíritu publicitario creativo que se había dejado atrás por el afán de crear cantidades de contenido y no contenido de calidad… No fue un marketing colaborativo planeado, fue un acto genuino. Las marcas se unieron desde el corazón empresarial y eso conecta de verdad con las personas”.
Torres destaca que en medio de un panorama saturado de contenidos genéricos, esta campaña —sin presupuesto, sin estrategia previa— logró algo que muchas marcas sueñan pero pocas consiguen: entrar en el top of heart de los consumidores. Es decir, dejar de ser solo una opción en la mente por necesidad —top of mind— para convertirse en una marca que por su identidad se hace amar, se defiende y se celebra.
“Frisby se dio cuenta, quizás por primera vez, de cuánto lo querían. No estaba solo en el top de la mente. Estaba, sin saberlo, en el corazón de los colombianos y eso no se logra por casualidad, ni de la noche a la mañana”, dice Torres.
Del top of mind al top of heart
Lo que pasó con Frisby no fue solo viralidad. Fue una conexión real. En un país dividido por tantas cosas, esta marca logró lo impensable: unirnos.
Desde los más pequeños emprendedores hasta las multinacionales, desde creativos publicitarios hasta consumidores del común, todos sintieron que alguien estaba robando algo suyo.
“Desde el más mínimo emprendedor hasta el más grande empresario tuvo empatía con ellos, porque nos dolió como colombianos. Frisby representa una industria de gente trabajadora que ha luchado por su lugar, que se esfuerza día a día por darnos un producto de calidad. Los amamos porque nos identificamos con ellos”, afirma Torres.
Esa emoción colectiva fue, sin saberlo, una de las estrategias de marketing más poderosas que ha vivido el país en los últimos tiempos. Sin pauta. Sin brief. Sin reuniones corporativas. Solo emoción, identidad y un sentido compartido de lo que significa “ser de aquí”.
Y aunque el proceso judicial en Europa sigue, este respaldo no ha sido en vano. En los tribunales, la fuerza de una marca se mide también por su presencia, su relevancia y su historia. Frisby acaba de dejar claro que tiene todas y que tiene, además, millones de embajadores espontáneos que la han posicionado como algo que trasciende lo comercial.

Una lección para el marketing colombiano
Más allá de lo que pase en el juicio, esta historia deja enseñanzas que el mundo del marketing nacional no puede ignorar. Torres lo explica con claridad: “Esto cambia por completo las reglas del juego del marketing en Colombia. Nos han despertado, el contenido vacío ya no sirve. Las marcas tienen que conectar, emocionar, contar historias reales. Tocar corazones, no solo bolsillos”.
Lo de Frisby fue una muestra de lo que sucede cuando se escucha a las audiencias, cuando se apela al humor, la memoria, el orgullo.
Fue un espejo para muchas marcas, que ahora deben preguntarse no solo qué venden, sino qué significan para la gente. “Las marcas que quieran conseguir números grandes teniendo el ego corporativo por las nubes están condenadas. Hoy el poder está en el usuario, en lo que él dice, en su confianza y cariño. Ese visto bueno se convierte en recomendación y es el nuevo voz a voz digital”, concluye Torres.
Lo que pasó con Frisby es indudablemente una victoria del marketing emocional, de la publicidad del ahora, del poder de lo colectivo, y un recordatorio de que las marcas que perduran no son las que más gritan, sino las que logran que la gente hable de ellas con amor, con memoria y con orgullo.