El Carnaval de Barranquilla, ese estallido de vida que desde enero inunda las calles de la ciudad, se ha convertido en mi cita anual obligada desde que llegué a vivirlo por primera vez en febrero de 2020.
Aunque me costó tiempo comprender su magnitud, este año decidí escribir sobre lo que significa para un foráneo como yo ser parte de este universo festivo. Han sido cinco carnavales (con la excepción de 2021, silenciado por la pandemia de Covid-19), pero este sábado 1 de marzo, en pleno corazón de las carnestolendas, supe que había llegado el momento de inmortalizar mi experiencia.
Llegué antes del mediodía del sábado al epicentro de ese universo: plena Vía 40, bajo un cielo despejado y la brisa del Río Magdalena que intentaba equilibrar el sol picante que se hacía sentir con fuerza. Allí, como cada año, esa arteria vial de la ciudad se metamorfoseaba en un río humano repleto de colores, espuma y el retumbar de las tamboras. Puede leer también aquí: Batalla de Flores 2025: donde la esencia del Carnaval puso a bailar a todos

La Batalla de Flores es más que un desfile; es un tributo vivo a la identidad caribeña en su máxima potencia. Desde los carros alegóricos adornados hasta los disfraces icónicos de marimondas y monocucos, todo parece diseñado para embriagar los sentidos.
El legado del Congo
Allí estaba la Danza del Congo, la más longeva de la fiesta cultural más importante que tenemos en el país y que tiene raíces en mi natal Cartagena, específicamente en el barrio de Getsemaní, y en el norte de Bolívar. No podía dejar de pensar en cómo la Danza del Congo había trascendido innumerables décadas desde el siglo XIX, llevando consigo no solo los ritmos de tambores sino también la historia de un pueblo que, a pesar de siglos de opresión, nunca dejó de celebrar siendo un recuerdo vivo de la herencia africana.
Edsson Torregloza, quien lleva 20 años personificando al Congo de Cartagena, y quien ha tenido la oportunidad de hacer presencia en los desfiles de la Guacherna, la 44 y Batalla de Flores de la vía 40 en diferentes años, afirma que existe una conexión cultural entre ‘El Corralito de Piedra’ y ‘Curramba’.
La danza como tal nació en los cabildos de Getsemaní como una danza guerrera traída desde el África que era realizada en el marco de las fiestas de la Virgen de la Candelaria. En Barranquilla dicha expresión cultural fue arraigada a la festividad del carnaval donde contribuyó a que se convirtiera en Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.”
Edsson Torregloza.
La conexión cultural que une a dos ciudades hermanas se convierte en un espectáculo vibrante cada noviembre y cada febrero o marzo, cuando las calles se llenan de vida con expresiones artísticas que nos cuentan historias y tradiciones.
Aunque llegué como foráneo, esa sensación se desvaneció rápidamente una vez más. Me sentí sorprendentemente identificado al presenciar una danza que había quedado en mi retina desde la infancia, cuando mi familia materna me llevaba al Bando del 11 de noviembre donde desfilaba el Congo. Fue en este quinto carnaval al que vine en el que realmente comprendí que hay muchas más cosas que nos unen culturalmente de las que nos separan.

Cuando el sol comenzó a ceder y la gente abarrotada abandonaba el magno desfile, me dirigí al Barrio Abajo, donde me comentaron que era la cuna de la festividad.
Allí, el Carnaval se vive, quizás, en su estado más puro, más crudo, más visceral. Es como si en cada esquina la fiesta tuviera su propio lenguaje, con picós resonando con salsas de antaño, merengues y champetas al igual que grupos de vecinos improvisando bailes. Allá todo era más tangible y auténtico. La gente -propia y de afuera- se perdía en esa atmósfera donde el tiempo parece diluirse y cada rostro es una invitación a celebrar. Lea aquí: Artistas cartageneros dirán presente en el Carnaval de Barranquilla
Esa magia no se detenía; el domingo y el lunes de carnaval repetían el ritual, extendiendo la alegría por dos días más hasta antes del martes. Para muchos, incluyéndome, fue razón suficiente para prolongar la estancia en ‘Curramba’.

Aunque amo mi ciudad, hay algo en el Carnaval de Barranquilla que siempre me dejará sin palabras cada vez que viajo para ir: su capacidad para unir a las personas y hacerte sentir parte de algo más inmenso.
Durante 96 horas, ‘la Arenosa’ se transforma en una burbuja de frenesí, donde la música y la alegría invaden cada esquina. Es imposible no cuestionarte si te has convertido en un local más o si simplemente estás siendo testigo y participe de la riqueza e idiosincrasia de la cultura caribe.
Cinco carnavales me tomaron para decidir escribir alguna crónica, pero ahora entiendo su porqué. Este año no solo fui testigo; fui parte del latido colectivo de una ciudad que, entre febrero y marzo, se convierte en el corazón vibrante del Caribe de Colombia. Tal vez en unos años ya no sea un foráneo, y la nostalgia me arrastre a escribir sobre lo que fue mi primera vez en el Carnaval. Puede leer también: 800 mil turistas de 15 países se gozaron el Carnaval de Barranquilla