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Cartagena

Cartagena ya no muere los domingos, ¿qué le pasó a la ciudad?

Viaje de contrastes del domingo en el Centro amurallado y sus barriadas. Una mirada desde la reflexión.

Cartagena ya no muere los domingos, ¿qué le pasó a la ciudad?

La Cartagena de antaño es evocada con nostalgia por algunos residentes. //Fotos: Archivo.

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Es domingo. Algo queda de la vieja ciudad amurallada del siglo veinte: aún se puede recorrer las calles del Centro, con lo poco que queda del silencio de sus antiguos conventos frente al mar. El silencio es el lujo más escaso de Cartagena de Indias. El ruido se convirtió en una forma de vivir en la ciudad, y si alguien está feliz estrepitosamente cree que la mejor manera de demostrarlo es haciendo bulla.

El silencio se quedó en los monasterios de los monjes budistas y en los altares de los orantes. El domingo se llena de basura que vuela con la brisa. Basuras de papel, vasos desechables, papel celofán y bolsitas de chatarras dulces y crocantes. Basura en las playas y basuras en los paseos peatonales. Botellitas y laticas de cerveza. En cultura ciudadana estamos igual o peor que hace medio siglo.

La negligencia ciudadana de arrojar la basura fuera del depósito metálico es tan grave como la de los hombres de la calle que en su rebusque, alucinando, riegan la basura de los depósitos buscando alguna sobra de comida, alguna chatarra perdida para vender algún tesoro imaginario.

Aún hay gente que orina en la calle, en las murallas y en los jardines, y se justifica con el cuento de que lo hace porque no hay orinales públicos, como en los tiempos en que Augusto de Pombo Pareja, para alejar a los orinantes del Parque de Bolívar que solían hacerlo en la puerta de las caballerizas del viejo Palacio de la Inquisición, puso un letrero llamativo que decía: “¡Orine! Aquí se produce la mejor urea de Cartagena”.

El domingo en las barriadas de Cartagena, por lo menos, es de fiesta colectiva y celebración perpetua, porque, como dije alguna vez en el bar de Fidel Leottau, no hay cosa más subversiva que la alegría del pobre. Si no hay picó, hay un parlante sonando salsa, vallenato, champeta y música jíbara. La fiesta puede empezar temprano y terminar más allá de la medianoche. Mandar a bajar el volumen del vecino ha desatado conflictos vecinales, peleas encarnizadas, enfrentamientos absurdos y fatales en los que puede morir acuchillado y a tiros el que reclama por la tranquilidad de su sueño o el de su madre enferma y anciana.

Getsemaní, uno de los barrios más populares de Cartagena. //Foto: Julio Castaño- El Universal.
Getsemaní, uno de los barrios más populares de Cartagena. //Foto: Julio Castaño- El Universal.

Cartagena es una ciudad amurallada de ruido por todas partes, desde que uno sale del bosque y jardín de Turbaco y entra a Cartagena, solo hay que cerrar los ojos, y cuando se oyen los pitos y los gritos, las sirenas y los parlantes delirantes, es que estás entrando a La Heroica. Turbaco aún conserva la ilusión de un silencio de bosque que también tiende a volverse ruidoso.

Los domingos ya no son los mismos en Cartagena. En el Portal de los Dulces quedan rastros de una fiesta que empezó el viernes. El ímpetu del sábado ajustó sus bridas y el domingo llegó apacible, silencioso, con el rocío de los conventos frente al mar.

Nadie pregona nada el domingo, ni siquiera el vendedor ambulante de peto en bicicleta o el viejo vendedor de maní con su fogón caliente, sobreviviente de las noches de cine a cielo abierto en el Teatro Padilla. Él mismo ha perdido su verdadera edad y solo vende maní caliente en bolsitas. Cuando le preguntaban tres veces lo mismo: “¿Qué vendes?”, él dice: “¡Maní caliente! ¡Maní caliente en bolsitas!”, pero si le preguntan por cuarta y quinta vez, se sale de casillas y dice: “¡Vendo a tu madre en bolsitas!”.

El vendedor de peto tiene un pito desafinado y repelente salido de otra época y lo vende por calles y plazas y en barriadas de la ciudad, por las tardes. Desde el inicio de la pandemia, los tuchineros que vendían café fueron desplazados por las mujeres con licras ajustadas con sus termos de café, y los tuchineros que eran un gremio organizado en Getsemaní, dejaron de vender café en vasitos desechables para rebuscarse de otra manera.

El domingo era el reposo de un animal vertiginoso e insaciable. Era como un tigre agazapado en un portal. El domingo pasó del reposo a otra forma del delirio. Los que decidieron ir al mar se quedaron en la playa mirando ese mar que se vuelve gris detrás de la brisa llena de arena. En los barrios, el domingo amanece embriagado de paseos vallenatos y sabaneros, al son de Richie Ray y Bobby Cruz, mientras se enciende el fuego para los asados o los chicharrones y se juega dominó bajo la sombra de un almendro.

La soledad de las aldeas y las barriadas inventó los billares y las cantinas y las tiendas con cervezas heladas para ahuyentar los oscuros espejismos. Y la muralla desolada del domingo era más larga y sola para los que llegaban al ese día con los restos de una felicidad esquiva o una ilusión con las alas estropeadas. El domingo tenía un ritmo distinto. El roto avispero del que hablaba un poeta bizco, caminando de lunes a sábado por los portales, se convertía en un pasaje de soledad y silencio cuando llegaba el domingo. No es así en Getsemaní, donde ya nadie duerme, y han hipotecado el silencio monetizando cada pretil y cada atrio y cada calle, en aras de rentabilizarlo para el turismo.

Getsemaní resiste y sobrevive. Es el único lugar del mundo que tiene un bar en cada lado del atrio de su iglesia, uno de salsa y otro de jazz, y su música regulada suena en los intersticios sagrados que lo permiten las misas. Es el atrio más concurrido con mayor número de fieles musicales. No hay día ni noche en todo el año en que los habitantes de Getsemaní vendan algo para mantenerse en pie. Y seguir viviendo en el barrio de sus ancestros. Es el drama íntimo de Cartagena. La sobrevivencia.

Algo de esa vieja vida de barrio y de pueblo resucita como un soplo de humanidad el domingo en las playas, en donde se reencuentran las familias en las playas de Marbella, La Boquilla, Barú. Algo de ese pasado se despierta como una enorme hoja de bijao tendida sobre la madera desnuda de una mesa, para compartir un enorme pastel de cerdo y pollo. En La Loma del Diamante, mi amigo Peyín saca sus memorias sonoras para descubrir que Benny Moré canta mejor cada domingo, mientras bebe una cerveza en la puerta de su casa. Los ansiosos esperan de otra manera la llegada del domingo para echarse a dormir, olvidarse de la rutina de toda la semana, arrojarse a una hamaca o entrar al misterio de una película o un libro de aventuras.

El centro histórico. //Foto: Tomada de Flickr.
El centro histórico. //Foto: Tomada de Flickr.

El domingo es el jardín abandonado que despierta con las lágrimas de una pesadilla. La pereza en pijamas, el deseo de pasar el día sin bañarse, la tentación de comer helados o comer fritos. El domingo es la promesa aplazada de encontrarse con el viejo amigo convaleciente al que se le ha guardado una botella de vino para celebrar el triunfo de haber salido vivo de una operación, solo por el deseo de mantenerse vivo y cumplir el deseo de vivir el domingo.

Es domingo en Cartagena. En el Parque de Bolívar, el general con sus charreteras quemadas por el tiempo parece agotado de tanta gracia de pájaro, y está dispuesto a bajarse del caballo a beber un poco de agua, y sentarse por fin en el escaño del parque para no sentirse muerto. Es domingo. Un pretexto fantástico para que los muertos despierten y salgan de sus tumbas a continuar la rumba interrumpida.

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