La palabra “equivocarse” agrava aún más el sentimiento de culpa. El saber que escogiste algo que no te mueve ni apasiona. Y no fue completamente mi culpa, lo sé. Mi decisión se vio influenciada por mis padres, profesores, incluso amigos.
Todos esperaban algo de mí para mi futuro, casi que demandaban. Y yo nunca estuve segura de mi decisión. Cedí ante la presión. Una presión que ahora se traduce en culpa. Desde primer semestre me sentí incómoda con las materias y la pedagogía del campo que escogí. Estaba sin nadie, en una ciudad nueva y con 18 años recién cumplidos. Sé que algunos enfrentan todo esto desde los 15, pero me sigue pareciendo una edad muy temprana para elegir gran parte del desarrollo de mi futuro.
Los semestres fueron pasando. Intentaba dar lo mejor de mí, pero sólo me terminaba hiriendo y frustrando más con cada clase. Me sentía inútil, sin ganas de nada. Me iba bien académicamente, pero no lograba centrarme ni esforzarme para que mi rendimiento fuera destacable. Fueron años de lucha interna.
Cada semestre hacía un duelo conmigo misma, dándome ánimos que ni tenía. Tachaba en la malla curricular las materias que ya había dado. “Ya falta poco”, me decía. No por emoción a graduarme, sino cual preso contando sentencia. Quería ser libre de algo que me ahogaba en cansancio, uno que mis papás aún no logran entender del todo. Lloraba cada semestre, principalmente mientras estudiaba o hacía un trabajo.
Suelo ser perfeccionista en lo que hago, pero fueron pocas las veces que lo fui para mis trabajos de la universidad. Los hacía por salir del paso, por lo que no me enorgullece mi firma en ellos. (Lee ademas: “Me equivoqué de carrera”: lecciones aprendidas para evitar errores).

Estaba atrapada en una situación de presión. Me daba miedo salir, pues aún todos esperaban mucho de mí. Los pocos trabajos que disfrutaba siempre fueron los relacionados con la carrera que sí me apasiona. Haciéndolos, me culpaba por tomar una decisión tan importante basándome en la opinión de los demás. Sufrí bajones emocionales, así como ataques de ansiedad y pánico que iban empeorando mi salud mental. Ahí fue donde supe que debía hacer algo.
No podía seguir la carrera, no me gustaba en lo absoluto. Llegué a odiar mi vida universitaria, y todo lo relacionado con ella. Me sentía decepcionada de invertir siete semestres en algo que me estaba quitando la ilusión de un futuro.
Estaba en juego mi vida, así que tomé la decisión. No fue de un día para otro. (Lee también: De la frustración a la determinación: historia de un bachiller en Cartagena).
Duré mucho tiempo en tener las fuerzas. Pero un día tenía que pasar, y pasó. Llamé a mi mamá para contarle, y me apoyó al 100%. Me dio por completo su ayuda y amor. Me sorprendí, pero luego recordé lo mucho que ella también sufría con mi constante ansiedad de desempeño.
Con mi papá fue un poco más difícil. Me dijo que solo tendría una oportunidad más, y debía aprovecharla. Me sentí otra vez culpable, pero hoy abrazo una nueva luz: me siento libre, porque ya elegí libre. No me arrepiento de nada. De hecho, siento que todo lo que aprendí en esos años me sirvió mucho para crecer como persona, forjarme y atreverme a decidir por mí misma.
Pero ahora con 22 años estoy firmemente segura de que mi felicidad es primordial para cumplir todas las cosas que aspiro, y nada de esto lo hubiera aprendido si no me hubiera “equivocado” de carrera.
Andrés Felipe Cabrera Quintero.