comscore
Deportes

Jaime Pérez le imprime su amor por el béisbol a los niños en Cartagena

A sus 65 años, Jaime Pérez es uno de los grandes formadores de la pelota caliente en Cartagena. Esta es su historia.

Jaime Pérez le imprime su amor por el béisbol a los niños en Cartagena

Jaime en el campo de Chapacuá en una reunión posterior al juego ante Leopardos. // Foto: Isaac Vélez

Compartir

El dorsal número 33 se mueve con una agilidad que desmiente su edad, Jaime Pérez patrulla el terreno entre el home y la primera base, barriendo con la mirada el diamante entero. Su voz, firme y retumbante, es el sonido que organiza el caos de los entrenamientos. Alienta, regaña y premia con frases cortas que aterrizan con la precisión de un lanzamiento.

Tiene un rostro curtido por el sol de incontables temporadas y una expresión que por momentos recuerda a la de Clint Eastwood en un western, una seriedad que parece tallada en piedra. Pero esa hostilidad es solo un espejismo. Basta que se gire hacia la reja que separa el campo del público para que su aura de forajido se disuelva. Intercambia unas palabras, una broma cómplice y el gesto rocoso se rompe en una sonrisa. “Ese juega igualito al papá: desordenado”, le dice al padre del niño que está al bate, y ambos ríen.

A sus “malucos”, como llama cariñosamente a los niños del equipo de los Jackies, los reúne al final de cada jornada. Lleva una gorra de tonos cálidos que disimula las canas y su hablar es tan calculado como las directrices que lanza en el juego; una cadencia que evoca a los legendarios comentaristas dominicanos.

—Oye Jaime, ¿cuántos años tienes tú, sesenta y ocho? —pregunta uno de los padres.

—Veintiocho tengo —responde él, y la sonrisa vuelve a iluminarle el rostro.

El número 33 junto a su bicicleta negra tras el juego frente a Leopardos. // Foto: Isaac Vélez.
El número 33 junto a su bicicleta negra tras el juego frente a Leopardos. // Foto: Isaac Vélez.

En realidad, Jaime Pérez Martínez tiene 65 años. Es cartagenero, de Torices, barrio en donde nació su afición por el béisbol. Era la década de los 60, los años dorados, cuando la popularidad del deporte alcanzó su cenit con el título mundial que Colombia obtuvo en 1965, precisamente en “La Heroica”. Mientras la ciudad celebraba, el pequeño Jaime jugaba con sus vecinos en terrenos baldíos, usando implementos improvisados que construían para emular a sus ídolos.

“Nosotros jugábamos más que todo en playones donde no pudiéramos partir un vidrio”, recuerda con una risa. “Y así logramos construir un equipito. Un compañero de estudio también armó el suyo y nos enfrentamos como siete u ocho veces. Le ganamos todas”.

Confiesa que como pelotero no era tan bueno. Lo suyo era otra cosa: un temple innato para organizar, para gestionar, para liderar. Ese instinto lo llevó a dirigir su primer partido oficial en la Liga de Bolívar el 4 de noviembre de 1977. Tenía tan solo 17 años y dirigía a muchachos de categoría infantil. Perdió aquel primer juego 7-3, pero fue el inicio de su peregrinaje, su recorrido por el béisbol cartagenero es un rosario de nombres que recita de memoria: Emisoras Fuentes, Confitería La Viña, Corelca, Criollitos, Bravitos, Amidepor. Incluso fundó su propio equipo, “Nativos”.

Su meta siempre fue emular la gloria de los “Tractores” de la selección Bolívar que tanto admiró en su juventud. Pero con el tiempo, su definición de gloria comenzó a cambiar. Un año después de su debut, en 1978, llevó al equipo de Confitería La Viña a una final de liga. Lucharon con injundia, pero la foto con el trofeo nunca llegó. Derrotas como esa sembraron en él una pregunta fundamental: ¿qué podía dejar en los muchachos más allá del resultado? ¿Cómo enseñarles que el valor no reside únicamente en el número de carreras?

Partido ante Leopardos. // Foto: Isaac Vélez
Partido ante Leopardos. // Foto: Isaac Vélez

Esa filosofía se manifiesta hoy, en un partido de preparación contra los Leopardos. Tras la tercera entrada, los Jackies pierden 6-2. Jaime llama a la calma. “Por ahora”, les dice a los padres que preguntan por el marcador. El juego termina 7-3, una derrota. Los niños, empolvados y extenuados, caminan hacia las gradas. Jaime inicia con un aplauso y luego arranca su charla tradicional. Su balance es positivo.

“La mayoría de las carreras rivales fueron por base por bola, nosotros bateamos más”, apunta con orgullo, encontrando la victoria en los detalles. Como consuelo, entre los padres se recuerda que el partido anterior contra ese mismo equipo lo ganaron 5-2.

Para Jaime, el verdadero triunfo no está en el marcador de ayer ni en el de hoy. “Soy de los pocos entrenadores que no mira tanto el score”, afirma. “Mi afán es formar a un beisbolista íntegro, independientemente de que llegue o no a ser un profesional en el deporte”.

Su victoria es ver el progreso técnico, la mecánica pulida, los movimientos defensivos que los niños empiezan a interiorizar casi por instinto. La jugada que le ha alegrado la tarde es una en la que un pequeño, con una agilidad rapaz, logra quedarse en segunda, levantado tras él un polvorín. Ese destello de aprendizaje vale más que cualquier trofeo. “De hecho, hoy jugaron contra algunos chicos de una categoría superior, lo que me dice buenas cosas”, comenta orgulloso.

Este es el legado vivo de Jaime Pérez. No se mide en campeonatos, sino en generaciones. Muriel Berrio, de 56 años, hoy lleva a su nieto Elías a entrenar con Jaime. En los años noventa, traía a su hijo Elimelec. Sami Almanza, que hoy mira el juego absorto desde la grada, estuvo en ese mismo campo como jugador en el 2000, también bajo la tutela de Jaime.

Algunos llegaron lejos. Yhonatan Barrios, quien debutó en las Grandes Ligas con los Milwaukee Brewers en 2015 y tuvo un paso por los Tigres, fue uno de sus “malucos”. “Es una de las personas más importantes de mi carrera”, dice Barrios, ya retirado. “Lo recuerdo por lo especial que era conmigo, quizá porque veía algo en mí”. Bernardo Aparicio también pasó por sus manos en 1995, llegó a probarse con los Astros de Houston, pero una lesión truncó su sueño. Hoy, el inglés que aprendió en ese viaje es su oficio y ha vuelto al campo para guiar a los más jóvenes junto a su antiguo mentor.

Entrenamiento de los Jackies en Las Gaviotas. // Foto: Andrés Ruiz
Entrenamiento de los Jackies en Las Gaviotas. // Foto: Andrés Ruiz

La dedicación de Jaime, sin embargo, ha tenido un costo. No goza de una pensión y entrena para vivir. Hubo un momento, hace unos 14 años, en que las decepciones y la falta de apoyo de los patrocinadores privados, que en los 90 habían comenzado a desaparecer, lo llevaron al borde del retiro. “Por un momento pensé en no seguir en el béisbol”, confiesa. Estuvo cinco meses alejado, pero la llamada de un amigo, Robinsón Ortega, lo trajo a los Jackies hace 12 años. La propuesta de volver a formar a los más pequeños lo convenció de quedarse en el juego.

Jaime encuentra el sentido en el recorrido de la bola y el movimiento por las bases. El mundo cambia, pero la esencia del juego permanece intacta; no obstante, el antiguo forajido es flexible: ya no hace tan seguido eso de mandar a correr al muchacho distraído a la vieja usanza. Al 33 le resulta milagroso y de admirar que le sigan prestando atención a un juego sin pantallas.

Su otra camada está en casa: lleva 44 años felizmente casado con Gricelda Rodríguez, con quien tuvo tres hijos. La vida le asestó un golpe durísimo con el fallecimiento de uno de ellos, Víctor Enrique, hace tres años. Hoy, encuentra alegría en sus seis nietos, dos de los cuales viven con él.

El campo de Las Gaviotas, donde entrena, es un complejo con cuatro diamantes que es a la vez un sembrado de talento y un monumento al abandono. La madera de las gradas cruje, las mallas están desgastadas y a veces una pelota perdida viaja de un partido a otro. Es un espacio que añora una intervención prometida que no llega.

Rejas desgastas en el campo de entrenamiento en Las Gaviotas.
Rejas desgastas en el campo de entrenamiento en Las Gaviotas.

Al caer la tarde, el concierto de bates y guantes va cesando. Jaime recoge las pelotas una a una y las guarda en una mochila tejida que lleva su apellido. Desata su bicicleta negra de un muro y se prepara para el viaje de regreso a casa, en el barrio San Fernando.

—¿Hasta cuándo piensa entrenar?

—Bueno, estoy a dos años de cumplir los 50 —dice, soltando una carcajada—. Quizá hasta allí.

Jaime lee al mundo como quien lee un juego. Ganar es importante —¿quién no quiere la gloria? —. Quizá tenga esa foto con el trofeo en lo que viene por delante, pero es más valioso lo que deja en otros. Importa que el hijo de Aparicio y el de Sami insistan en tomar otro turno al bate; importa aún más que saluden siempre al llegar, a pesar de que, en unos meses, quizá por querer probar otro deporte, ya no quieran jugar béisbol.

Jaime lanzando pelotas a sus pupilos.  //Foto: Andrés Ruiz
Jaime lanzando pelotas a sus pupilos. //Foto: Andrés Ruiz

*Escrito por un estudiante del programa de Comunicación Social de la Universidad Tecnológica de Bolívar.

Únete a nuestro canal de WhatsApp
Reciba noticias de EU en Google News