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Cultural

La niña del bosque y el niño oaxaqueño que viven su propio viaje

En Chiapas, un sendero llamado La Tumba del Último Rey Zoque recorre un bosque mágico donde la historia y la naturaleza se funden.

La niña del bosque y el niño oaxaqueño que viven su propio viaje

Foto. Narval: Niño Oaxaqueño, “MUSEO DE BOTERO”. Bogotá; Colombia.

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En el Estado de Chiapas, México, por la ruta zoque donde la Malinche hizo historia y pasando por Copainalá y Tecpatán, se llega a una comunidad con nombre histórico y rebelde: Ricardo Flores Magón. En esa comunidad, se abre en medio del cielo diáfano la luminosidad de las estrellas o el perlado reiterativo de las gotas de lluvia. El cerro Santo es testigo de estos prodigios y del frondoso bosque mágico que se extiende por esta tierra fértil de naturaleza. Para pedir permiso a la montaña y caminar por sus entrañas, se abrió un sendero con un nombre de provocación prehispánica: La Tumba del Último Rey Zoque.

Bajo sus empinados, sinuosos y robustos árboles se siente el canto de los pájaros, la humedad de la tierra que abraza perpetuamente unas rocas porosas que han adquirido una arquitectura natural de mil y unas formas que desafían la observación y seducen con su presencia intermitente de laberintos. Y bajo esta tierra se abren varias cavernas, con ríos subterráneos, que entre urdimbre de aleteos de murciélagos terminan contagiando este lugar de trémula vibración.

Descubrir a la niña del bosque

Allí, entre otros risueños e inquietos niños, vive la niña del bosque, que con cuatro años camina por estos senderos de la mano de su poderosa e infantil intuición, desafiando empinados caminos, ásperas espinas y descensos riesgosos. Pero ella, con su fresca mirada, va sorteando su equilibrio entre sonrisas y un cabello que flota entre las hojas y ramas. A ella la bañan en una tina en medio de frondosos árboles, lo que le da un aire de más libertad boscosa. Siempre está dispuesta a ir al bosque: allá está su espíritu, y sus leves pies ya tienen una huella perenne en la humedad de esa tierra.

Foto. Narval: Niña del Bosque, Chiapas.
Foto. Narval: Niña del Bosque, Chiapas.

Ella debería tener una página en ese libro visionario Los Últimos Niños del Bosque de Richard Louv, obra que plantea el abismo enorme entre la lúdica infantil tecleando pantallas táctiles y los árboles sin columpios y la ausencia de la algarabía de los niños. Esta niña, sin proponérselo, plantea el destino más claro de la educación: caminar por el bosque y fortalecer el biológico asombro y cariño por la naturaleza.

Ella ya pertenece a esa corteza, al aroma de las flores, al canto de los pájaros, al juego del viento entre el follaje, a los rayos del sol extendidos por la hojarasca y perdidos en las oquedades del alma, y a ese perpetuo amanecer que despierta el sentimiento de los niños que aún trepan en los árboles y cuelgan de sus bejucos como el mejor homenaje a la ineluctable vida. Gracias, niña del bosque, por sus cuatro años de ternura y enseñanza, y porque su viaje será perpetuo.

Foto. Narval: Niños del Bosque, Chiapas.
Foto. Narval: Niños del Bosque, Chiapas.

El niño va trepando 36 meses de respirar, sentir y divagar su mundo lúdico. Ya sobrevoló Cartagena de Indias y aterrizó en Bogotá, Colombia. Visitó dos veces el Museo Botero en Bogotá, y en ambas ocasiones miró, observó, jugó, gritó y terminó comiéndose un banano y un yogur con cereales que él llama en su consentida voz: materiales.

Le gusta bailar, mirar y hojear los libros con enorme asombro, aunque aún no sabe leer. Canta “El monstruo de la laguna” mientras camina; le gusta el parque, la playa, el brócoli, el mango; toma agua pura y de flor de Jamaica; no bebe gaseosas y, a veces, se toma un cafecito con leche. Juega con capibaras, dinosaurios y jirafas, y corre con tanta alegría que su negro cabello se despeina con el viento de su propia inocencia.

Foto. Narval: Niño oaxaqueño. Exposición de Arte, Huatulco; Oaxaca, México.
Foto. Narval: Niño oaxaqueño. Exposición de Arte, Huatulco; Oaxaca, México.

El niño ya caminó con los pies descalzos, feliz de darle la vuelta a un sabino, de mantener el equilibrio en cada paso de su caminata a un trocito de naturaleza donde nace el agua y, según la leyenda, los duendes danzan al ritmo del viento entre los sabinos. Tanto el niño como el sabino dejan que la magia de la vida los bañe de brisas y caricias, del canto de los pájaros, la mirada alerta de la madre, de la fragilidad de uno y la robustez del otro. Ambos, árbol y bebé, se abrazan en el infinito afecto de dos seres que desafían la brillante y profunda ingenuidad de su existencia en los entornos de Capulálpam de Méndez, donde nació el maestro Benito Juárez.

Este niño ha dejado huellas en las playas de Chahué, La Entrega y Santa Cruz, y le celebraron su primer año en la Bocana, donde desemboca el río Copalita en el océano Pacífico de Oaxaca, donde un día desembarcó el pirata Francis Drake a robarse una cruz.

Bajo sus pies también recorrió el Parque Simón Bolívar, el de los Novios, el Nacional, la Séptima en pleno domingo de ciclovía y las calles de La Candelaria. Espantó palomas en la Plaza de Bolívar, escuchó absorto a los cuenteros del Chorro de Quevedo, jugó y hojeó libros en la Biblioteca Luis Ángel Arango, Virgilio Barco, Centro Cultural Gabriel García Márquez y terminó acostado en el cuarto piso del Museo del Oro, para luego levantarse y subirse al tren de la Sabana y, en Zipaquirá, bajar a la Catedral de Sal con toda la dulzura de irse chupando un helado de chocolate.

A este chamaquito le sobra la imaginación y le hace falta tiempo para conquistar, con su infantil sonrisa, el entorno de su propia curiosidad y asombro. Le gusta ir con la mano apretada cuando se siente inseguro, pero sale corriendo sin previo aviso cuando lo asalta la alegría de ser niño e ir dejando huellas en su paso por dos países hermanos, Colombia y México. Se deja alzar sin berrinche de mujeres bonitas, le pregunta cada rato a su mamá si es feliz, se come como una hormiguita las tortillas palmeadas que le hace la abuela, le pide al abuelo monedas para que le compren un helado, y la mamá lo lleva en bicicleta a la guardería, donde se le escapa a la profesora del salón de clase para deslizarse por el rodadero y columpiarse en esa vida de un párvulo que crece mecido por los abrazos y afecto profundo de su familia y brisas del océano Pacífico en Oaxaca.

El otro año su itinerario será Cartagena de Indias, y no hay duda de que el Museo de Arte Moderno de Cartagena hará parte de sus caminatas, observando las Marías Mulatas de Enrique Grau, como vio absorto el Gato de Botero en Bogotá, y despertará el cariño y admiración de Eduardo Hernández al ver que un niño de tres años visita los museos con inocencia y curiosidad.

Foto. Narval: Niño Oaxaqueño. Océano Pacífico.
Foto. Narval: Niño Oaxaqueño. Océano Pacífico.
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