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Frankenstein: la criatura sin nombre que todos hemos sido alguna vez

La novela de Mary Shelley sigue vigente: Frankenstein revela que la verdadera monstruosidad no nace de la ciencia, sino de la falta de empatía.

Frankenstein: la criatura sin nombre que todos hemos sido alguna vez

Lo conocen como Frankenstein, pero la criatura nunca tuvo un nombre. // Imagen generada con IA

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Antes cuando veía al gran monstruo verde en la pantalla de la televisión solía juzgar su aspecto y atemorizarme imaginando cómo me perseguía por las noches. Hasta que un día, decidí verlo, leerlo y conocer quién era el monstruo sin nombre al que todos llaman Frankenstein.

Frankenstein. // Imagen generada con IA
Frankenstein. // Imagen generada con IA

Para mi sorpresa, Frankenstein no se llamaba Frankenstein, ese solo es el apellido de su creador, un científico que le dio vida, pero lo abandonó a su suerte sin darle al menos razón de su existencia. ¡Pobre criatura nisiquiera tiene un nombre!, pensé. En 1818, Mary Shelley publicó una de las obras más influyentes de la literatura universal: Frankenstein o el moderno Prometeo.

Más de dos siglos después, la historia de aquel científico obsesionado con burlar los límites de la vida y la muerte sigue siendo leída, interpretada y utilizada como metáfora. Pero para mí, como una critica y empedernida lectora, lo más poderoso de la novela quizá no sea el laboratorio gótico ni el mito de la creación artificial, sino la figura del “monstruo” que, en realidad, no era un monstruo hasta que la crueldad del sistema lo obligó a serlo. Y así deje de ver al monstruo y lo entendí desde otra perspectiva: todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos sido Frankenstein.

Hemos sido el “monstruo”

Conviene recordar que la criatura en el libro dista mucho de la imagen que popularizó el cine: aquel ser torpe, de piel verdosa y tornillos en el cuello. En la novela, Shelley lo describe con un realismo inquietante: “Su piel amarillenta apenas cubría el trabajo de músculos y arterias; su cabello era de un negro lustroso, su dentadura blanca perlada, pero estos lujos formaban un contraste más horrendo con sus ojos acuosos, casi del mismo color que las cuencas grises en que se encontraban, con su tez marchita y sus labios negros”.

No era, entonces, una caricatura, sino un ser humanoide creado con partes de cadáveres que medía más de dos metros y tenía una apariencia tan perturbadora que causaba repulsión.

Frankenstein - Mary Shelley. // Imagen generada con IA
Frankenstein - Mary Shelley. // Imagen generada con IA

Sin embargo, pienso que lo más trágico de la criatura no es su aspecto, sino su soledad. Víctor Frankenstein, su creador, lo rechaza en el mismo instante en que cobra vida: “Había trabajado casi dos años para infundir vida a un cuerpo inanimado. (…) pero ahora que lo había logrado, la belleza del sueño se desvanecía, y el horror y la repugnancia me oprimían el corazón”.

Ese rechazo inicial marca toda la trayectoria del personaje. ¿Y quienes somos para juzgar a un ser por sus traumas? ¿No somos nosotros también fruto de sucesos que no estaban bajo nuestro control?

¿Cuántas veces no hemos vivido algo similar, aunque en otra escala? Imponemos normas de apariencia, de conducta, de éxito y de pertenencia. Quien se sale de ellas termina siendo señalado como extraño, raro o diferente.

Desechado por una sociedad que, aunque en su discurso no se reconoce como racista o clasista, en su composición sí lo es. Ese señalamiento es, en esencia, una forma de “monstrificación”: el proceso de convertir a alguien en “otro”, en alguien que no merece aceptación. No sé si Shelley lo sintió de esa manera, pero podría afirmar que solo quien se ha sentido vacío y solo en medio de una multitud puede escribir sobre ese sentimiento ignorado: el no poder ser porque parece que tu esencia no es suficiente para ser querido en esta humanidad. Lea también: Si la vida te da mandarinas: análisis del K-drama más visto hasta ahora

La criatura de Shelley, como muchos de nosotros, no pedía más que compañía, afecto y un lugar donde no sentirse ajeno. Pero no lo consiguió, ni siquiera de Víctor, quien le dio vida de una manera déspota y, sin duda, cuestionable.

“Deseo afecto y simpatía, y no puedo inspirarlos”, dice en un pasaje conmovedor. Esa confesión bien podría ser la de cualquiera de nosotros, ha sido la mía un par de veces y no quiero imaginar cuántas veces ha sido la de las personas que tienen alguna discapacidad.

Si para quienes podemos escondernos ya resulta difícil, cuánto más para aquellos cuyas condiciones físicas no les permiten ocultarse, quedando marginados y marcados. Somos seres humanos que ponemos en tela de juicio la humanidad de todo lo que no se parece a nosotros.

Hemos sido Víctor Frankenstein

El anonimato del monstruo es también una forma de negación. ¿Quién es en esencia? Nunca lo sabemos del todo. Y así ocurre con quienes son reducidos a etiquetas y condenas.

Frankenstein ha sido adaptado muchas veces y llegan más adaptaciones, es una obra que todos en algún momento deberíamos leer; pero leerla, leer al personaje, leer a su creador, leer a su autora y leer cada escenario en que estos complejos personajes desarrollan su historia. No pasar rápidamente los ojos por las letras, sino reflexionar y entender la grandeza de este texto que asombrosamente fue redactado por una mujer de tan solo 18 años.

Más allá de la anécdota literaria, considero que Frankenstein es una radiografía del poder destructor del rechazo. No es la ciencia lo que condena a la criatura, ni siquiera la muerte que lo engendró, sino el hecho de ser repudiado por todos a los que él se acerca sin posibilidad de redención.

Siendo sinceros, esta criatura no tenía oportunidad en el mundo, porque aunque hoy escribo con esperanza de redimir un poco su nombre, debo confesar que también huiría de su presencia si antes no hubiera oído de él, así como lo hacía cuando al verlo pasaba el canal de la TV. No obstante, el tema es mucho más profundo, la historia de este ser se repite constantemente y las víctimas son seres humanos de apariencias que sí consideramos normales, pero acaban escondiendo su belleza obligados a cargar con una máscara de monstruos.

Todos hemos sido Frankenstein porque todos hemos sentido, en algún momento, la herida de la exclusión. Y quizá también hemos sido Víctor, podría asegurar que todos hemos sido Víctor, rechazando al diferente por miedo, por prejuicio o por comodidad. La vigencia de Mary Shelley está en esa doble reflexión: nadie escapa de haber sido el marginado ni de haber marginado a otros.

La monstruosidad no está en los rasgos de un cuerpo cosido, sino en la incapacidad de la empatía.

Frankenstein, como le conocen al ser, lo dijo: “Exijo razones para demostrarme que soy inferior a los hombres”.

Quizá en el fondo, la pregunta de Shelley nunca fue si es posible crear vida artificial, sino si es posible crear una sociedad capaz de convivir con lo distinto, de entender que no todos piensan o sienten igual y que cada persona merece un lugar en el mundo.

Aunque Frankenstein también es un claro llamado a los científicos a tener cuidado con los limites de su oficio, la parte emotiva de la historia no podía dejarse atrás.

¿Cuántas veces hemos sido la criatura y cuántas veces su creador?

Todos hemos sido Frankenstein, todos hemos cargado la herida del rechazo y la soledad.

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