Cuando me subo a la estación soy uno de tantos que hace girar el torniquete sin darle descanso. Voy entre la manada de usuarios que asegura su cupo. El esmalte del piso se desgasta con la caricia de cada suela. La gente se empuja, transpira, se dispersa y al mismo tiempo se junta, excepto aquellos que abusan de su introversión y se elevan con la música para sentir que no es lunes, que aún es fin de semana y la vida tiene matices menos grises.
Están los usuarios absortos por la tecnología. Ellos revisan el celular aunque no encuentren mensajes en la bandeja. Entran a las redes sociales y deslizan para saciarse de sus estímulos dopamínicos irresistibles; sonido, luz y movimiento. Revisan la hora. Vuelven a la bandeja. No hay actualizaciones. Se percatan de que el bus esté en movimiento. Retornan al bucle que los abstrae.
Hay otro tipo de pasajero en Transcaribe, quizá menos común que el resto: los contemplativos que, sin miedo a la vergüenza, se detienen a mirar el detalle más simple en los demás: las uñas, qué llevan puesto. Son capaces de distinguir olores desde la distancia.
Por último, están los que se duermen, como una mujer afro que seguramente atraviesa la tercera edad, la vislumbro en medio del ajetreo. Reposa en una de las sillas azules que es su lecho y su almohada, el morral que abraza y que tiene la corredera rota y otras dos aberturas remendadas con hilos de otro color. El contraste que provoca la costura es notorio, a simple vista desentona.
La señora va dormida, pero a la expectativa de que no le roben la ponchera con frutas con la que ocupa la silla azul de al lado, centro de controversia, ya que otros pasajeros la critican mientras es indiferente a los insultos. “Conchuda”. “La ley del embudo, lo ancho pa’ ella y lo angosto pa’ uno”, murmuran. No se inmuta por responder, quizá el cansancio puede más que la necesidad de defenderse. En los próximos minutos, cuando llegue al Centro y salga de la estación, dejará de ser ella, la mujer cansada y soñolienta, para encarnar el performance en el que se ha convertido la mayoría de las horas de su vida.
Retengo su imagen antes de que despierte y se mueva, o la sigan atacando y explote contra sus atacantes gritando obscenidades. Visualizo una boca arrugada que vibra con cada ronquido, y en las comisuras hay migas de galleta de soda que no se percató en sacudir. Centímetros más al lado tiene una verruga carnosa, vecina de su nariz.
Cuando abre los ojos se tropieza con los míos. Cree que necesito ayuda con mi morral y se ofrece a cargarlo en sus piernas. Se lo entrego y ella sigue con su rutina de sueño temporal.
La dormilona de Transcaribe
Días después decido dibujar con carboncillo una obra que represente el cansancio. Busco que el dibujo ilustre lo que plantea Byung-Chul Han en su obra La sociedad del cansancio. El autor dice que, a diferencia de otras épocas, en este siglo ya no vivimos bajo la opresión de un poder externo que nos dice qué hacer o no, ahora se trata de nosotros.
No hay esclavitud, cada quien es responsable de sus decisiones, y esta libertad, por más bella que parezca, se torna peligrosa. Ya no hay explotación (en algunos casos) sino autoexplotación, y esto vuelve al humano más eficiente que cualquier sistema represivo.
En su obra denuncia que el ideal de libertad se ha deformado, que ahora es una obligación de productividad constante. Cada vez tenemos más derechos, ya no hay un “deber” impuesto por otro, sino un “puedo” que se convierte en mandato: puedo hacerlo, debo hacerlo, si no lo hago, soy un fracaso. Y todo esto tiene un desenlace casi que predecible: el agotamiento absoluto.
El autor critica cómo la tecnología (email, celular, redes) ha disuelto la separación entre vida y trabajo. No hay descanso, no hay espacio para el silencio, porque siempre estamos disponibles, siempre trabajando en nosotros, exhibiéndonos y evitando perdernos de cada evento real o virtual.
Recuerdo aquella señora dormida en Transcaribe y trazo un óvalo en la hoja. Empiezo por las comisuras de los labios y párpados. Le pongo una textura de “piel de cáscara de guayaba” (que existe solo en mi imaginación), la improviso con los residuos de la mina de un lápiz viejo, con una técnica de achurado que recién domino. No obstante, algo desencaja, el dibujo no me convence del todo.
La afroamericana harta
Semanas después, buscando qué ver en Netflix me encuentro con una película titulada “Harta”. Es corta, para ver de una sola sentada, así que la reproduzco y me encuentro con la historia de una afroamericana que tiene el peor día de su vida. Todo ocurre en cuestión de horas; pierde su trabajo, le quitan a su hija, la sacan de su apartamento por no pagar la renta y otros eventos desafortunados que llevan a esta madre soltera a la locura.
En una escena observo el cuerpo desbordado de la mujer gritando, un material fértil para pensar en el dolor, la racialización y los límites de la expresión humana, el cuerpo como campo de expresión y resistencia.

El grito que cabe en una guayaba: narración cargada de simbolismo
En la vida cotidiana, y en muchas narrativas audiovisuales, se espera que el sufrimiento sea explicado con palabras. Pero eso responde a una lógica racionalista que exige control del cuerpo que es importante romper a través del arte, porque cuando la protagonista grita, no es “un simple grito nada más”; revela esa preocupación que habitaba en su mundo interior y no pudo remover antes. El grito expresa lo que ella no: la falta de plata, la impotencia, el estar de manos atadas y no poder cambiar su destino.
Desde esta perspectiva el lenguaje ya no es solo palabra, ahora se convierte en imagen, sonido, vibración, cuerpo en tensión. Pero no todos los gritos son iguales, ni siempre liberan. Gritar también puede ser rendirse, ser humilde y aceptar que no se puede con todo a la vez, aceptar que necesitamos ayuda cuando ya no encontramos salida, y que buscamos una solución ante nuestro cuerpo, que se rinde en medio de la fatiga de existir.
Saco entonces el dibujo sin terminar de esa vez y tomo un rotulador. Improviso una forma de boca circular sobre una guayaba que agarré del refrigerador, era como si la guayaba estuviera gritando. Pienso entonces: ¿y si borro la boca del dibujo, y lo replanteo ampliando las comisuras, alargando los labios, haciendo que la dormilona de Transcaribe grite?
¿Por qué la gente grita?
Es difícil encontrar una respuesta sobre por qué la gente grita. Podrían ser muchas las razones. Gritar es uno de los actos más primitivos y potentes del lenguaje humano, y de hecho, prehumano. Puede ser un momento de verdad desnuda, donde la persona se muestra sin máscaras, en su vulnerabilidad y potencia. Hay también quienes gritan porque están cansados, y no hay mejor aliciente para ello que la relajación. Por esa razón, es importante disfrutar el arte, ya que por sí solo es una especie de resistencia en contra de la sociedad del cansancio. Porque el arte también grita y denuncia, y un ejemplo de ello son dos obras que lo sintetizan: Prometeo atado, de Rubens y Snyders, donde el héroe castigado muestra el suplicio eterno del que se atrevió a desobedecer, y El grito, de Munch, donde la figura se desfigura en un alarido sin palabras.
Prometeo capturado
Obra de Frans Snyders y Pedro Pablo Rubens. “El mito de Prometeo puede reinterpretarse considerándolo una escena del aparato psíquico del rendimiento contemporáneo, que se violenta a sí mismo, que está en guerra consigo mismo. El individuo se halla como Prometeo. El Águila que devora su hígado en constante crecimiento es su alter ego, con el cual está en guerra. Vista así, la relación de Prometeo y el águila es una relación consigo mismo. Una relación de autoexplotación. El dolor del hígado, que en sí es indoloro, es el cansancio. De esta manera, Prometeo como sujeto de autoexplotación se vuelve presa de un cansancio infinito”, menciona Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio.

El grito
El grito es el título de cuatro cuadros del noruego Edvard Munch. La versión más famosa se encuentra en la Galería Nacional de Noruega y fue completada en 1893. “Paseaba por un camino con dos amigos, el sol se estaba poniendo. Sentí un soplo de melancolía. De pronto el cielo se tiñó de rojo sangre. Me detuve, me apoyé en la valla muerto de cansancio, contemplé las nubes flamígeras como sangre y lenguas de fuego sobre el fiordo negro azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron caminando y yo me quedé temblando de miedo. Sentía un grito infinito que atravesaba la naturaleza”, expresó Munch respecto a la obra.

Como la dormilona de Transcaribe, como la afroamericana de “Harta”, Prometeo y la figura de Munch son símbolos de lo mismo: un cuerpo en guerra consigo mismo, cansado, pero que todavía tiene el coraje para gritar esa confesión última de que aún sienten y están vivos.