Alessandro soñaba con derribar algunas estatuas de la ciudad que le parecían, además de feas y monumentales, infames y espantosas. No lograba entender por qué se habían erigido estatuas a los conquistadores europeos, mientras los sacrificados héroes nativos que se inmolaron por la independencia no eran nada visibles, y solo existía un largo camellón de mártires invisibles, con los rostros desdibujados por el tiempo y con los nombres trastocados.
Alessandro, cabello pelirrojo, complexión delgada, fragilidad a prueba de dinamitas, mirada triste, ternura a flor de piel, apuntaba siempre hacia los desprotegidos. Era un artista con una soledad infinita que lo atravesaba y rebasaba, como una gigantesca tela de araña que lo atrapaba en un laberinto hacia la nada. Tenía una colección de cámaras con las que filmaba la ciudad desde el amanecer hasta el anochecer, un par de guitarras, una biblioteca con las tragedias completas del dramaturgo inglés William Shakespeare, las tragedias completas de los griegos Sófocles, Esquilo y Eurípides, una edición lujosa en francés de Las flores del mal de Charles Baudelaire, la obra de Friedrich Nietzsche, Arthur Schopenhauer, Emil Cioran, Rimbaud, Camus, entre otros.
En su mesita de noche siempre tenía un cenicero, y a la mano, un cigarrillo a punto de ser encendido. Debajo de la cama, un par de libros con los bordes y puntas de las páginas dobladas, con sutiles subrayados en verde luminoso. Una mañana lo vi pasear un perro siberiano y otra noche lo vi caminar hacia el parque con una muchacha de cabellera negra que tenía tatuados los brazos con pájaros y ángeles de color púrpura. Lea también: El árbol de los deseos: la obra conceptual de Yoko Ono en Cartagena de Indias
Alessandro hablaba poco, se tardaba en buscar una respuesta original a cada pregunta o episodio de la vida cotidiana. Tenía una colección de cortometrajes y documentales de la ciudad, en los que indagaba por los habitantes más pobres que habían sido desplazados hacia otros límites de la ciudad de piedra.
Alessandro y el espíritu de las comunidades marginadas
Los que vivían en los intramuros los habían enviado a un barrio cerca a la ciénaga, y los que vivían en un predio rellenado con cascarillas de arroz, los habían dispersado en cuatro barriadas. Mejor dicho, lo que ha hecho la ciudad, es rodar y hacer invisible su propia pobreza, decía con un profundo desencanto.
Su apellido y su talante eran parecidos al flaco y visionario aventurero hidalgo de la Mancha, que se enfrentaba a molinos de viento creyendo que eran demonios andantes. Alessandro descreía de todo y de todos. Era en esencia, un nihilista, un anarquista de sus propias convicciones. Compartía la idea poética de un amigo que consideraba que el almirante genovés debía ser trasladado a un muelle esperando el barco que nunca llegó hacia un continente que jamás descubrió, o trasladar inicialmente la colección de estatuas feísimas de falsos héroes al Museo de la Infamia. Lea también: Cuando Umberto Eco estuvo en Cartagena: así fue el encuentro
Pero con los años su delirio se acrecentó con el deseo de destruir esas estatuas, cuando en un lugar de la nación un grupo de nativos derribó la estatua del fundador de la ciudad, reclamando derechos con más de quinientos años de olvido histórico. Lo intentó desde el cine, en donde una cuadrilla de jóvenes convencidos de las reivindicaciones de los derechos de indígenas y afrodescendientes, con monas y martillos, desbarataba una estatua, conectando esta imagen con la destrucción gradual de una franja de murallas en el amanecer del siglo XX.
Al poeta que intentó demoler la estatua del líder de los lanceros, fue arrestado y condenado a cárcel, pero liberado por una ciudadanía activa y guardiana de sus derechos. La estatua fue finalmente demolida porque no correspondía con el héroe de los artesanos. Otra mañana, un artista joven hizo el performance de llenar de pelucas negras y pintarles el rostro de negro a las estatuas de europeos en la ciudad, que generó una controversia pública. Una delegación de ingleses puso una placa de exaltación de Vernon cuando intentó tomarse la ciudad en 1741, y un veedor furibundo amaneció con mona y martillo derribando la placa, perseguido y arrestado.
Alessandro quería hacer la película sobre la demolición de las estatuas, pero en esa travesía terminó sintiendo que lo que verdaderamente quería hacer, a riesgo de que lo mataran o arrestaran, era derribar él mismo las estatuas. Las autoridades tuvieron el pálpito en octubre de que algo pudiera ocurrir ante el rumor de que querían atentar con dinamita contra las estatuas, y los agentes de policía resguardaron a las estatuas con una vigilancia extrema, como si cuidaran en persona el alma de aquellos seres convertidos en estatuas. Lea también: “La importancia de llamarse Ernesto”: análisis, humor y crítica social
Alessandro combinaba en su arte como documentalista el lente artístico con las desgarraduras sociales de la legendaria ciudad de los santos de piedra. No había resentimiento en sus convicciones, sino otra manera distinta de pensar el destino de la ciudad, abrumada por el peso de cinco siglos de historias. Y cuando se refería a la historia oficial decía que estaba llena de mentiras que con el tiempo se consideraron ciertas. Alessandro era un maestro y virtuoso en la desesperanza. Tenía una sonrisa que a veces era una mueca silenciosa y ácida para desafiar la esperanza.
Hacía poco había comprado una vieja reliquia de una pistola de antiguas guerras civiles en una compraventa en el país vecino. Una pistola que parecía ser un artefacto para alguna película de ficción, pero era una pistola que tenía reservada para una madrugada de noviembre.
A todo el mundo le dijo que se iba de viaje al culminar la película de las estatuas derribadas. Nadie le creyó, pero su despedida fue temeraria. Empezó a regalar las guitarras, el portátil, los libros, todo lo que le rodeaba, porque se iba de viaje. Lea también: El palenquero que protagonizó una película de Hollywood junto a Marlon Brando
A un amigo cercano le dijo que se iría para siempre el 23 de noviembre, pero desistió porque era la fecha del cumpleaños de la madre de uno de sus mejores amigos. Y mientras escuchaba las canciones de un rock bello, como una descarga desesperada de luz bajo la tormenta, soñaba con que algún día el viejo y largo malecón de mártires invisibles tuviera esculturas que honraran la memoria de quienes dieron su vida por la independencia de la ciudad.
Después del 23 de noviembre Alessandro empezó a hacerse invisible. Ya no salía a ningún lado, y el apartamento estaba prácticamente vaciado, con su mesita de noche y el cenicero lleno de cenizas. Se prendieron las alarmas cuando ya nadie lo encontró ni siquiera en su propia habitación.
Los que lo vieron por la plaza de los antiguos esclavizados dijeron lo que ya todos sabían: que estaba a punto de emprender un viaje sin retorno. Antes de perderse, había recorrido la ciudad, contemplando las estatuas que soñaba derribar. A un policía le pareció sospechoso que ese muchacho se detuviera a mirar cada vez que pasaba por las estatuas, y se plantara frente a ellas en una silenciosa reclamación. Lo creyeron loco.
Alessandro se despojó de todo, hasta de su celular, y no se supo más de su paradero. Sus amigos empezaron a buscarlo en los lugares donde solía ir. Ni rastro de él.En la madrugada del 27 de noviembre lo encontraron muerto en un pasillo del centro amurallado, con un tiro en la sien. El cine era su vocación esencial. Derribar estatuas era su convicción, su real y verdadera ficción. En una carpeta secreta tenía el diseño fílmico de la destrucción de las estatuas. Nunca derribó ninguna estatua. Solo derribó de un tiro certero la estatua bajita y enlunada de su propio cuerpo.
A Alejandro Quijano.