A orillas del imponente río Magdalena, donde las aguas susurran historias y la brisa trae ecos de un pasado glorioso, se alza Calamar. Este municipio, fundado en 1848, hoy tranquilo y relegado por el progreso, fue en otro tiempo un bullicioso centro de comercio y cultura.
“Imagínese usted barcos de lujo atracando en nuestro puerto, viajeros descendiendo con sus baúles, comerciantes de Europa, Asia y las Antillas llenando las calles con sus idiomas y sus trajes tradicionales de la época”, relata Emmanuel Páez Llenera, historiador, gestor cultural y testigo del alma de su pueblo. “El sonido del ferrocarril retumbaba al amanecer, anunciando que una nueva jornada de intercambio comenzaba”.
Y es que este municipio no era solo un punto de paso: era un destino. Sus escuelas de música y baile “aquí existieron 10 academias de baile”, sus festivales y su vida nocturna le conferían un aire cosmopolita. Casas con imponentes fachadas de estilo republicano, su sello distintivo, daban carácter al lugar. Restaurantes flotantes sobre el Magdalena y automóviles descapotables recorrían sus calles polvorientas. Las luces de las farolas titilaban, reflejando el brillo de una ciudad que se enorgullecía de su esplendor.
“Calamar se convirtió en un puerto forzado, un paso forzado que todo el que venía de Europa o Norteamérica con destino a Santa Fe de Bogotá o viceversa, necesariamente tenía que llegar aquí”.

La cuna de la aviación comercial en Sudamérica
Pocos imaginarían que este rincón del Caribe colombiano fue protagonista de la historia de la aviación. “Calamar fue sede de la segunda oficina de la Sociedad Colombo-Alemana de Transporte Aéreo en 1919, la primera estaba en Cartagena de Indias”, narra Enmanuel con entusiasmo. “Los hidroaviones acuatizaban en el Magdalena como enormes garzas mecánicas, y la gente se reunía en el puerto para verlos aterrizar”.
Desde el muelle, los pobladores veían cómo aquellos aviones tocaban el agua con una suavidad sorprendente. La compañía de aviación no solo trajo un medio de transporte revolucionario, sino también un aire de modernidad a Calamar. “Había quienes decían que esto nos convertiría en la ciudad más importante de la región”, comenta Enmanuel. “Pero los sueños de grandeza, a veces, quedan en eso: sueños”.
La llegada del ferrocarril: auge y transformación
La historia de este municipio también está escrita sobre rieles. Con la llegada del ferrocarril a finales del siglo XIX, el municipio se convirtió en un paso obligado para todo aquel que viajara del interior del país a la costa Caribe. La estación de tren, una imponente estructura de hierro y madera, se convertía en un eje central del comercio: “Era un hervidero de actividad”, dice Páez. “Los vagones llegaban cargados de mercancías, el sonido de las ruedas sobre los rieles se mezclaba con los gritos de los vendedores ambulantes ofreciendo frutas, textiles y dulces tradicionales”, amplía.
Los hoteles proliferaron y los hostales se llenaban de viajeros que esperaban su próximo tren. En las noches, la música de los bares se fundía con el murmullo del río. Calamar estaba en su apogeo. Sin embargo, su fortuna no duraría para siempre.
El declive: del auge a la marginación
Pero el destino le jugó una mala pasada a este municipio ribereño. La modernización, lejos de fortalecerlo, lo sumió en la decadencia. “Cuando se llevaron el ferrocarril, se llevaron nuestra alma”, dice con una sensación de amargura en su voz.
En los años 50, con el auge del transporte terrestre y la creación de nuevas carreteras, el tren comenzó a perder relevancia. Eventualmente, las autoridades decidieron desmantelarlo, un golpe letal para el municipio. “Era como si nos hubieran amputado un miembro vital”, explica Enmanuel con la voz de los años que lo acompañan.

“Sin ferrocarril y sin barcos, el comercio se desangró lentamente hasta quedar reducido a casi nada”. La migración fue inevitable. Empresarios y comerciantes abandonaron Calamar en busca de nuevas oportunidades en Barranquilla y Cartagena. Donde antes había alboroto, ahora reinaba el silencio. “Barranquilla se nutrió de nuestro declive”, dice el historiador. “Lo que fuimos, ellos lo heredaron”.
Las casas de arquitectura republicana, que antaño brillaban con esplendor, se convirtieron en ruinas. La naturaleza se abrió paso entre las viejas edificaciones, reclamando lo que el tiempo dejó atrás. La memoria de la ciudad que un día fue quedó atrapada en los relatos de los mayores.
Un futuro incierto, pero con esperanza
A pesar de todo, Calamar se niega a desaparecer en el olvido. Nuevos proyectos, como la reactivación turística y la construcción de esclusas en el Canal del Dique prometen devolverle algo de su antigua relevancia. “Si logramos aprovechar este momento, podríamos recuperar parte de lo que fuimos”, comenta el historiador con una chispa de esperanza.
Hoy, las aguas del Magdalena siguen siendo testigo de la historia, y sus habitantes, guardianes de una memoria que se resiste a morir. “Calamar fue una ciudad disfrazada de pueblo, y aunque su brillo se haya atenuado, su grandeza aún vive en quienes la recuerdan”, concluye Emmanuel.