El poeta Juan Felipe Robledo (Medellín, 1968), frente al mar de Cartagena, comparte el oleaje de sus emociones y su sabiduría existencial. Es además de poeta, ensayista y profesor de literatura en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Es uno de los grandes poetas contemporáneos de Colombia, autor de: De mañana, La música de las horas, El don de la renuncia, Luz en lo alto, Dibujando un mapa en la noche, Días de gratitud, Dónde se usa la palabra alma, Giorni di gratitudine entre otros. Ha realizado antologías de la obra de poetas del Siglo de Oro, el Romancero español, poetas colombianos y Rubén Darío. Es Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas (México, 1999) y Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de Colombia (2001). Juan Felipe participó en las galas poéticas del festival Cartagena Sílaba de Agua. Mientras las sílabas de agua se rompen contra los acantilados, conversamos con él:
¿En qué momento de su vida sintió la pulsión y pasión por escribir poesía?
En el colegio. En mis recuerdos veo una gran sala en la biblioteca del colegio donde estudié bachillerato. El prefecto de disciplina me ha pedido escribir alguna cosa para la izada de bandera, y me he puesto a mirar al frente, algo ensoñado, sin hacer mucho caso de los montones de rostros que me miran desde los muros de esa sala, recordándome en silencio que la vida, la que nos ofrece la felicidad, y también la otra, la del dolor y la angustia, se ha paseado por estos corredores desde hace décadas. Empiezo, casi sin darme cuenta, a escribir algo, sería, creo, un catálogo de ondinas y hamadríadas, montones de nombres mitológicos que he estado leyendo en manuales, y cuando me doy cuenta hay algo ahí enfrente que parece un poema.
¿Cuáles fueron sus lecturas iniciales?
Las novelas de Julio Verne y Emilio Salgari, en las que las aventuras de Matías Sandorf, el silencioso vengador, de Miguel Strogoff, el correo del zar, me llevaron a una Australia imaginada, a vivir las hazañas de los piratas de las Bermudas, a atravesar las profundidades del océano con el capitán Nemo, a sobrevolar África en globo, a viajar en trenes, a llegar al centro de la tierra, a conocer la isla del fin del mundo. Y por otra parte sigo leyendo estos poemas que me alegran de modo particular, concentraciones de entusiasmo e inteligencia, una forma de visión que no conocía, y allí encuentro una plenitud que no imaginé como posible. Y los poemas son escritos por Gustavo Adolfo Bécquer y Rafael Pombo, por Charles Baudelaire, Constantino Cavafis y Jorge Luis Borges, José Asunción Silva, Pablo Neruda y Manuel Gutiérrez Nájera, son mundos completos, que puedo visitar y en los cuales es posible descubrir una esencia que me llena de gozo, me conmueve hasta las lágrimas y me hace presentir algo distinto, una esperanza que es forma y sentido, sentido de la forma frente a mí.

¿Qué epifanías y obsesiones tutelares descubre de manera constante en su obra de conjunto?
La presencia de la luz como dadora de sentido, una luz que aparece en el solar de mi niñez en Montelíbano, en el departamento de Córdoba, la sensación de cómo ese Edén perdido, ese espacio de revelaciones y descubrimientos puede ser convocado gracias al poder de las palabras, a su capacidad de sanación y, al mismo tiempo, a su capacidad de hacernos sentir que el mundo es más amplio que ellas. La insuficiencia del lenguaje para nombrar lo real encuentra en la poesía una de sus fuerzas más hondas, ya que ante la conciencia de que no podemos decir con verdad y hondura lo que nos hace ser, buscamos encontrar en la carencia del lenguaje un hogar, imperfecto y provisional, pero finalmente un hogar bajo las estrellas, al descampado, en el que buscamos que las palabras del poema nos digan de una manera esencial, imperfecta, bella e intensa.
¿A qué libros y poetas regresa como quien va a beber de una fuente de inagotable deslumbramiento?
A Jorge Luis Borges, a Constantino Cavafis, a los clásicos de la lengua española, Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, los poetas de la generación del 27, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Miguel Hernández, Pedro Salinas, Walt Whitman, Czeslaw Milosz, Wislawa Szymborska, Adam Zagajewski, José Asunción Silva, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Porfirio Barba Jacob, León de Greiff.
¿Cuál ha sido la experiencia humana más compleja que ha fecundado algunos de sus poemas?
La revelación del amor, la sensación de pérdida de la inocencia y su recuperación imprevista, la muerte de mis padres, el agotamiento físico y mental que me llevó a la percepción de una fragilidad extrema en mi interior, la necesidad de cantar un mundo que se deshace y al que quizás jamás volveremos.
¿En qué ambientes prefiere escribir sus poemas, y cómo es la génesis de un poema suyo?
Casi siempre escribo poemas en mi escritorio, pero he escrito versos en una fila de banco, en la calle, en un parque, no tengo preferencias especiales en ese sentido. Diría que la génesis de mis poemas es un regalo que se me ofrece. Escribo casi al dictado y luego corrijo.
El centro del poema, sin embargo, nace de un momento, de un inspirado arrebato que me conduce al magma de la imagen bullente. El trabajo de reescritura, posterior, no transforma el poema de una manera decisiva, y cuando corrijo tengo siempre el temor de estar cercenando algo fundamental de esa vivencia inicial que lo hizo nacer, en su maravilla y su sorpresa. A veces repetirme un verso que me gusta mucho, o tararear una canción, me lleva al estado de la escritura, pero los versos iniciales no parecen tener relación alguna con el verso o la melodía que, sin yo saberlo, parecen haber propiciado el estado de la creación. Son más bien un mantra que produce un cierto estado en mí que, en ocasiones, permite que la creación se haga posible.