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Cultural

El arroz embustero y otras historias de Navidad en el hogar

Crónica de diversas escenas familiares vividas en Navidad en el Sinú. Una de ellas alude los pasteles, el arroz embustero y los regalos navideños.

El arroz embustero y otras historias de Navidad en el hogar

Este 24 de diciembre se celebra la tan esperada Navidad. //Foto: tomada de internet.

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El arroz embustero es un singular plato de pobres en los pueblos del Sinú, me ha recordado estos días de diciembre, mi amigo paisano, el eminente ingeniero civil y ambiental Juan David Quintero Sagre. Es un arroz que se tiñe de rojo con achiote y se acompaña de pedacitos de verduritas, simulando contener presitas de un pollo que nunca aparece en la montaña de arroz, pero se acompaña de un calducho de berenjena (la sopa de los pobres) y es en verdad un banquete sinuano, dice Juan David, quien ha escrito además el libro ‘El sabor de los recuerdos’, a partir de las recetas de su familia.

En las tiendas sinuanas aún es posible comprar menudeado ‘el compuesto’ para el almuerzo, un manojo de verduras reunidas. El pollo invisible del arroz embustero, con todo el ingenio de la creatividad de nuestros hermanos sinuanos, hace más exquisito este plato del Caribe. La escasez ha fecundado platos que nos identifican en todo el Caribe: el pastel fue la sobra reunida de la comilona de los esclavistas, envuelta en hojas de plátano y bijao en las madrugadas de la esclavización de los africanos, también el mote de queso fue la invención de la escasez de las tropas hambreadas en la Guerra de los Mil Días, y el ingenio popular le fue agregando elementos de exquisitez en el tiempo. Lea también: Cartagenera revela cómo es celebrar un cumpleaños el 24 de diciembre

Tengo un grato recuerdo de la vieja casa de los abuelos maternos de Sincé viviendo en Sahagún, creando los manjares de la tradición popular, y cocinado con leña, carbón y con el ancestral binde, las tres piedras del fogón primitivo. Teníamos un árbol de totumo y de allí se hacían las cucharas para la sopa y el arroz. Y las totumas para guardar bastimentos y las totumas del tanque de agua para bañarnos. Éramos felices en la vida elemental, en donde nada nos faltó, porque vivíamos en el corazón de la abundancia de la naturaleza, al pie de la vaca y al pie de los árboles.

Mi abuela Escolástica Flórez parecía una matrona imperial, con un temple de ternura y serenos ojos azulados que se volvían grises al atardecer. Ricardo Ulises Guerra, mi abuelo, era de temple integral, hombre de carácter y decisión, en su juventud había sido cazador de animales de monte y comerciante en los pueblos de la Mojana y los Montes de María, y dejó de cazar el día en que su escopeta se le disparó y se sacó uno de sus ojos. Su vida transcurrió en el campo, en el comercio, entre caballos y vacas, y del campo de Sincé pasó a Sahagún. Era un hombre culto, tenía caligrafía inglesa, era lector de Hemingway, en su baúl encontré la novela “Las nieves del Kilimanjaro” y las memorias de Churchill. Para diciembre mis abuelos, al igual que mi madre Yola, siempre tenían un pavo que engordaban todo el año en el patio y lo sacrificaban para el 24 de diciembre. Vi muchas veces morir al pavo. El pavo daba vueltas con sus alas caídas por toda la cola del patio, como si supiera que tenía las horas contadas. Mi madre cuando yo era muy niño le tiraba piedrecitas en la cabeza para marearlo, pero después, buscó una manera suave de matarlo: emborrachando al pavo. Compraba el vino y le daba a beber una copita de vino al pavo. El pavo mareado era el principio de una agonía, porque mi madre lo agarraba entre sus manos, con la misma paciencia y delicadeza con la que me cosía las camisas de Navidad, y en un instante, tomaba la decisión en un instante brutal, y le torcía el cuello al pavo.

La escena fantástica de aquellos días la he evocado tantas veces, y en ella aparece mi tío Alberto Guerra Flórez, un hombre extraordinario y de una inteligencia múltiple, quien en un momento de su juventud, estudió ilusionismo y aprendió a hipnotizar. Y en un diciembre nos hizo ver como en una película de horror que el pavo muerto y sin plumas, se había levantado del mesón del sacrificio, campante, desnudo y feliz en medio del plumerío que levitaba con la brisa. Yola mi madre ha sido toda la vida, una mujer fuera de serie, magistral, temperamental, blindada ante la adversidad, y con un temple para desafiar una palabra que ella detesta: la pobreza. Cuando recordamos instantes nada felices ella utiliza una palabra singular que parece inventada por ella misma: Me desconyontan esas historias. Quiere decir que se descompone cuando yo escribo una crónica sobre la pobreza. Y en verdad, no es solo eso lo que cuento, sino la manera recursiva como mi madre siempre nos hizo manjares con muchos y pocos elementos, y nos hizo sentir siempre que jamás habíamos sido pobres sino seres ricos y privilegiados en este mundo. Lea también: Vive tu plaza vuelve por Navidad: conoce las actividades y agéndate

Mi madre buscaba el equilibrio de los elementos, y yo le decía: ¡Falta el tomate para que el arroz no esté tan triste! Y ella ya lo había presentido: que junto al arroz con lentejas, faltaba el amarillo del platanito, el verde de las verduras, el rojo del tomate, y siempre como una maga, agregaba una sorpresa adicional. Mi madre hizo los mejores pasteles de diciembre con cerdo y pollo, los mejores motes de guandul y de queso, los mejores arroz apastelados de pollo, los postres de natilla y los mejores sancochos. Suelo leerle lo que escribo a sus 89 años, y ella se ríe cuando le recuerdo las ocurrencias de la vida que hemos vivido como sabaneros y como criaturas del Caribe.

Diciembre es una ventolera de nostalgias y lo mejor es serenarse. El estrés de la gente termina en infartos y en isquemias. Diciembre son cuatro fiestas que dejan a la gente sin aliento. Es una celebración religiosa, familiar, sentimental, pero el ingrediente comercial, tan vertiginoso y manipulador, ha eclipsado y aplastado la esencia de lo que se celebra y congrega.

Vi a mi madre buscar el corte de tela azul con la que me haría mi regalo de Navidad: una camisa. El corte de tela guardado en una bolsa era para mí la felicidad absoluta. Sacaba una y otra vez el corte y lo olía. Me encantaba el olor de la tela. Otro día, mi madre buscaba el hilo azul y otro día, los botones azules. Era una felicidad en suspenso. En la madrugada mi madre pedaleaba en su vieja Singer cosiendo en silencio aquella camisa en la que bordaba el mar de mi infancia. No me dejaba ver la camisa en proceso. Y faltando dos días para el 24 de diciembre, la camisa, como por arte de magia, desaparecía de la máquina de coser, y mi madre la escondía. Compraba en secreto un papel de regalo. Mi padre Honorio agregaba a ese regalo, una armónica, un xilófono, o un balón que tenía un abecedario disperso. Al despertar después de la medianoche, el regalo estaba escondido en algún lugar de la casa con el nombre de cada uno de mis hermanos, o muy cerca de nuestra almohada. Era la felicidad absoluta en diciembre.

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