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Descubren cuento inédito de Carlos Alemán Zabaleta sobre Mompox

Hallan un cuento inédito de Carlos Alemán Zabaleta, que retrata el éxodo de Mompox y la fuerza creativa de su amistad con García Márquez.

Descubren cuento inédito de Carlos Alemán Zabaleta sobre Mompox

Carlos Alemán Zabaleta, el amigo más viejo de Gabriel García Márquez. //Foto: Archivo.

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Entre los pliegues de un legado casi negado, el reciente hallazgo de El día que se fue el río, un cuento inédito de Carlos Alemán Zabaleta, nos invita a redescubrir el talento de un narrador que supo captar el alma de las riberas colombianas. Este relato trasciende lo anecdótico para convertirse en una inquietante premonición: el abandono de la isla de Mompox, un espacio que alguna vez fue un eje vital en el Magdalena y que hoy parece navegar hacia el olvido. Lea: Murió Carlos Alemán, el amigo más viejo de Gabriel García Márquez

El hallazgo del manuscrito completo de este cuento fue, como muchas revelaciones literarias, fruto del azar y la curiosidad. Carlos Alemán Pinedo, hijo del escritor, lo encontró mientras revisaba antiguos anaqueles de papeles en la casa familiar, en medio de cuadernos, cartas y textos olvidados que habían acumulado polvo con los años. Entre las hojas descoloridas, una carpeta llamó su atención: contenía páginas cuidadosamente escritas a máquina, con anotaciones al margen que revelaban el proceso creativo de su padre. Allí estaba, intacto, el cuento que hasta entonces sólo se conocía por unas primeras páginas publicadas en su libro de memorias titulado En cada casa un piano.

Este descubrimiento no solo completa la obra de un autor clave para entender la narrativa ribereña de Colombia, sino que también constituye una joya invaluable para los estudiosos de la literatura colombiana. Con este corto manuscrito, se amplía la comprensión del universo literario de Alemán Zabaleta y se enriquece la tradición literaria del Caribe colombiano, permitiendo a críticos y académicos explorar nuevas facetas de un autor que, en su momento, supo dialogar con los grandes temas de la identidad y la memoria nacional.

En El día que se fue el río, Alemán Zabaleta describe el éxodo de una población y además traza un paralelismo entre la vida humana y la naturaleza. El río, que en el relato simboliza tanto la memoria como la identidad, es también el pulso que sostiene a Mompox. Su partida no es solo física, sino espiritual: es la desaparición de un alma colectiva. En este sentido, el cuento se erige como una metáfora universal sobre el desplazamiento, el abandono y la pérdida de los espacios que nos configuran.

Esta capacidad para narrar desde lo cotidiano y otorgarle un significado profundo encuentra eco en las obras de sus contemporáneos, entre ellos Gabriel García Márquez, su entrañable amigo. La relación entre ambos escritores nos recuerda el papel esencial que juega la amistad en el desarrollo del acto creativo. Es imposible no pensar en la dinámica entre otros grandes amigos y escritores, como Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau. Estos últimos compartieron una comunión intelectual y espiritual que los llevó a explorar los paisajes de la naturaleza y la trascendencia humana. Al igual que Alemán Zabaleta y García Márquez, Emerson y Thoreau encontraron en su vínculo una fuente de inspiración mutua que nutrió sus respectivas obras.

Cuento inédito de Carlos Alemán Zabaleta.
Cuento inédito de Carlos Alemán Zabaleta.

Narrar, como Alemán Zabaleta lo entendía, no es solo reconstruir el pasado, sino también dialogar con el futuro. En El día que se fue el río, lo premonitorio no radica únicamente en los hechos que anticipa, sino en la sensibilidad con la que alerta sobre las consecuencias del abandono: de los territorios, de la memoria y de nuestras propias raíces. Al igual que Thoreau, quien en Walden reflexionó sobre la conexión perdida entre el hombre y la naturaleza, Alemán Zabaleta utiliza la metáfora del río para cuestionar las heridas que dejamos al olvidar lo esencial.

El hallazgo de este texto nos devuelve no solo la obra de un autor que supo captar la esencia de la Colombia ribereña, sino también un testimonio de la fuerza creadora de las amistades literarias. Como García Márquez con Alemán Zabaleta, o Emerson con Thoreau, estas relaciones muestran que la literatura, en su esencia más pura, es siempre un acto de comunión: con el pasado, con la tierra y con quienes comparten el viaje de contar historias.

EL DÍA QUE SE FUE EL RÍO

Por: Carlos Alemán Zabaleta

Las broncas campanas de la vieja iglesia perdieron su sonido. Los niños salieron a la calle y se encontraron viejos. Los ancianos no se reconocieron y Cristo al descender del templo se hizo humano. Los relojes quedaron detenidos. Secos estaban los pechos de las madres. Los hombres habían perdido la sonrisa y a las mujeres se les marchitó el sexo. La tierra reseca y dura negaba sus frutos a los hombres. Las aves volaron asustadas y las palabras se quebraban en las bocas. Se había ido el Río.

La ciudad quedó quieta. Las gentes huyeron despavoridas y en el tropel del éxodo quedaron sus haberes. Solo llegaron consigo las alcarrazas bermejas. El líquido que por los azares de la naturaleza era arrebatado acompañaría en sus rústicos recipientes al pueblo por los caminos del exilio.

La ciudad había vivido del comercio. Los champanes y bongas poblaban sus puertos. Gentes de todas las regiones traían mercancías para cambiarlas con los nativos. El oro de las lejanas minas era elaborado por los artistas terrígenos. El hierro adquiría ductilidad sedosa entre las manos de los herreros y los fiambres cuidadosamente fabricados por sus mujeres no tenían un par.

Viejas y frescas mansiones albergaban una sociedad culta y rancia. Las dehesas de la rica Isla apacentaban miles de vacunos que luego se fueron a otras vegas. Las reses también sintieron la tragedia y marcharon instintivamente hacia la vida.

Se había ido el Río. Atrás quedaba una ciudad muerta y desierta. Algunos años después, quizás siglos, comenzó a existir nuevamente. Primero las especies menores, las alimañas, los lagartos, las sabandijas.

Después se aventuraron algunos hombres, parece que venidos de otros continentes. Encontraron una ciudad intacta donde todo tenía señalado su lugar. Sobre los muros no había caído el tiempo y el polvo no empeñaba los objetos. Los relojes marcaban la misma hora trágica. El agua fresca de los tinajones conservaba la pureza. Los filtros de piedra cantaban gota a gota. Las mecedoras en los portales, las hamacas en los aposentos, la mesa servida, los aljibes llenos y las riatas con sus maceteras. Todo estaba dispuesto para ser habitado.

Al arribar los nuevos moradores se sintieron perplejos, alegres y lozanos. Cruzaron las calles de la ciudad muy dormida. Mas al primer contacto con ellas cientos de años cayeron sobre sus cuerpos: estaban desnudos y tristes. Los rostros habían tomado los contornos de la ciudad de la cual eran prisioneros. Tanto ellos como sus descendientes estarían tatuados por el signo de la huida. Habían caído en la trampa.

Una larga playa circuía la villa y la aislaba de todo contacto con el mundo exterior. Aun cuando habitada estaba vacía y los habitantes tenían la misma edad, hablaban la misma jeringonza. Eran monótonos, uniformes, cansados.

Los talleres de orfebrería, los yunques, los astilleros esperaban febrilmente. Las vacas ofrecían las ubres, los naranjos florecían igual que todos los frutales, pero nadie recogía la cosecha ni ordenaba el ganado. Los frutos se podrían y las ubres se secaban. Se vivía de una historia que nadie había referido.

Las generaciones pasaban sin mutación. Los niños nacían viejos y aprendidos. Por las tardes enterraban los muertos y amanecían cargados los viejos. Era imposible salir de la ciudad y quienes alcanzaron a hacerlo regresaban de inmediato porque el otro mundo, el mundo externo de la ciudad sin río, no los entendía.

La salubridad del clima, las óptimas condiciones de la tierra, gracias a las periódicas avenidas del Río, hacían de la Isla una de las mejores para el cultivo de frutos y crías de ganados. Además, las tribus que la poblaban pacíficas y laboriosas fueron de grande ayuda para la colonización.

Al llegar los conquistadores --como en todas las nuevas fundaciones-- el elemento nativo fue la base del futuro núcleo. Los indígenas sirvieron tanto para la labranza de la tierra como de guía para encontrar aquellas que después se destinarían al pastoreo de vacunos.

Esa fue una de las mejores invenciones realizadas por los conquistadores. Las constantes incursiones de piratas a la costa con las secuelas de saqueos robos y atropellos hizo que muchas familias establecidas en las ciudades costeras se trasladaran a la semimediterránea nueva Villa. Así, al huir. Pero dejaron la ciudad impregnada del cáncer del rastaquerismo, el mal gusto.

Otra vez el éxodo. Ya no es un desordenado tropel. Ahora calmadamente, al cruzar los límites de la ciudad, (…) El último de los exiliados. Las carreteras se cubrieron de lodo. La maleza arropó las construcciones: un hongo maldito de desolación se extendió por los vestigios de la urbe. En las cantinas aledañas al campamento solo permanecían los avisos. El Pez que Fuma. El Centauro hermafrodita, La Gabby y unos grotescos dibujos. Un persistente olor a creolina, a pesebrera. Las escuelas creadas a merced a las cuantiosas regalías, estaban desiertas. En los pizarrones se leían las últimas frases de los maestros: Niños, felices Pascua. Venturoso Año Nuevo.

La ciudad abrió sus puertas, se entregó y durmió, pero al despertar se sintió sucia y vencida.

Se había ido el Río y agotado el petróleo. Quedaba solo una ciudad triste y abandonada.

“Entonces. De nuevo

El llanto negro del Río,

El llanto verde del petróleo

El llanto de la muerte”.

II.

Hombres rubios con cascos de acero y botas sucias sembraron carpas, inusitadas máquinas recorrían la ciudad, para después internarse en la Isla. La quietud pastoril quedó rota al lado del habitante nativo. Triste, famélico, moreno --haciendo contraste con su físico y vestimenta-- transitaba el hombre de nuestra época.

Al burrito mohíno, el jeep estridente; al jornal hambruno, el salario capitalista. A la caravana de máquinas, camiones y hombres rubios se sumó la alegría falsa de las damiselas quienes trocaban caricias por billetes policromos. Junto al campamento, la cantinita y el pick-up: rancheras y amor al contado.

Los taladros al hundirse en la tierra extraían barro sucio, pero los hombres rubios confiaban que dentro de pocas semanas la tierra compensaría los afanes y que de ella, tarde o temprano iba a brotar algo diferente.

Una mañana, los acontecimientos promisorios le sucedían a la Villa en las mañanas-- el taladro mayor paró en seco, se retorció, y como cobrando fuerzas de lo más profundo de su alma, no arrojó barro sino un líquido espeso y verdoso: la colosal serpiente negra, sepultada por millones de años en las oquedades de la Isla, había sido lanceada por la tubería del taladro. Sus primeros goterones libres se abrían a la luz del sol como una oscura palmera.

Los ojos cansados recobraban su brillo. Los músculos recogidos se extendieron. La voluntad perdida se despertó al conocerse la noticia de que el petróleo manaba con profusión en los ejidos de la ciudad sin Río.

La Villa, silenciosa y dormida, comenzó a desentumecerse. Enmudeció, asustada de su propia riqueza. En su letargo no había caído en la cuenta que el mundo marchaba hacia adelante.

Torrentes de dinero fluyeron sobre la ciudad. El neón tomó el puesto del candil. Las canoas y champanes no arrimaban a los puertos secos.

La avenida ribereña estaba desierta, pero en busca del siglo XX la ciudad se desplazó al aeropuerto. Una electrizante corriente de optimismo recorrió a la antañosa Villa.

Se había ido el Río, pero el petróleo devolvía con exceso los años hundidos.

A la piel resquebrajada por el sueño, los cabellos cenizos, los pies cansados y las manos mustias. Penetró un hilo vivificante. La civilización se introdujo por todos los poros. La ciudad era un carrusel.

En el fragor de la dicha sus habitantes tomaron la vida a manos llenas, sin pensar en lo futuro. ¿Cuánto duraría el amor? ¿Sería eterna la bonanza? ¿Las mujeres, los hombres y los niños seguirían cantando? ¿O algún designio fatal marcaría otra vez a la ciudad?

Febricitantes quemaron en el vórtice de la felicidad los años infantiles. Se dieron a recorrer todos los caminos y a recobrar el tiempo perdido. Un frenesí de niño que descubre de pronto la belleza de la vida, los colores, los sabores y alegrías embargó a los habitantes de la ciudad. Era una carrera hacia la vida sin meditación. Así como sus antepasados huyeron con terror la tarde que se fue el río los descendientes de esos fugitivos corrían con idéntica locura al encuentro del amor, las comodidades, el confort. Vivían las 24 horas del día. Habían perdido el sueño de tanto dormir.

En la delirante carrera existía cierta premonición, una tarde --siempre las tragedias llegaban a la ciudad en las tardes-- los pozos de petróleo quedaron exhaustos. El líquido verdoso, pesado quedó exprimido.

Y así como en la hora vesperal un pájaro clavó las garras en la cruz que dominaba el convento de los jesuitas, alzó cansino vuelo y murió en la casa baja y otra, el río pasible tomó distinto rumbo para enterrar la ciudad. El destino fatídico, al golpear sobre las conciencias, volvió a estremecer a la ciudad: el petróleo se agotó.

Prodigiosamente dotada por la naturaleza, que la había colmado de maravillas, pero detrás de esos símbolos prometedores se escondía --como enlazados misteriosamente-- signos de bonanza o desventura, cuyo significado recóndito sirve para afirmar con perennidad lo voluble de las cosas humanas.

Con los halagos del dinero petrolero acudieron gentes de todos los confines con mentalidad de mercachifles: aventureros, fenicios, contrabandistas y mujerzuelas tocados por el ánimo de lucro rápido y vida fácil, viajeros de todas las encrucijadas. Como ratas, cuando el barco se va a pique, fueron los primeros (sic) en primigenio conjunto humano formado por los indígenas y hombres de la nueva raza. Vino a sumarse otro que le imprimió vigor y abrió canales de prosperidad a la ciudad con Río.

Tres marquesados y dos consulados, comercio intenso, exportaciones directas a la casa de contratación de Cádiz, depósitos para resguardar el oro del Perú que era llevado a Cartagena para exportar a España riqueza pecuaria, transformación rápida de la ciudad.

Después de casas de solidez pétrea, hospital, después casas de solidez pétrea, hospital, puertos seguros, comercio, comercio, comercio.

Los jesuitas fundaron el Colegio de San Carlos. Desde allí irradiaron cultura, seis templos, murallas.

Una tarde cargada de presagios, sobre la cruz que vigilaba el convento de San Carlos, se posó un ave agorera, un águila rampante.

Pájaro de oscuros designios, habitante de los altos picachos, llevó a la tierra ribereña la mala nueva del rompimiento del rey. Carlos III, con los hijos de Loyola. El correo de las brujas bajó en forma de ave de rapiña previno los ánimos de los jesuitas, quienes presurosos enterraron los bienes, cavaron fosas y levantaron planos. Cuando la noticia fue confirmada y la pragmática entró en vigor, ya los tesoros estaban ocultos.

Después en Alemania, a donde se dirigieron los desterrados, los jesuitas cambiaron los planos con un hidalgo peninsular, con la promesa de que éste fundara un colegio, atendiera a los enfermos e hiciera obras benéficas. De ese acontecer, nació el colegio que lleva el apellido de su fundador.

Lugar de discusiones y ciencias, preparación del espíritu rebelde, simiente para las luchas de emancipación.

Pequeña e importante, fincó su orgullo en la riqueza aunada a la cultura. Bizarros, altivos y díscolos, o sus hijos, se despidieron cuando el río Nutricio desvinculaba al mundo. De ese talante fueron quienes, al cruzar vientos de rebeldía en el continente, fueron los primeros en proclamar su desvinculación radical de la metrópolis lejana.

Una tarde cualquiera, los blancos, mestizos y negros de la villa se echaron unos aguardientes al gaznate y unos gritos a los cuatro puntos cardinales.

No más sumisión. Esa tarde desaparecieron las talanqueras sociales, la orgía libertaria selló la igualdad de propósitos.

Después el Caballero de la Libertad, en bongo descubierto sobre el lomo del Río, llegó a la ciudad en busca de sus hijos y riquezas para capturar la gloria. Todo lo recibe y emprende la fulgurante carrera. Desde la villa se proyectó al infinito.

Instalada la República continuó siendo el centro cultural de antaño, el comercio, sin embargo, aminoró. Signos de un futuro incierto se precipitaban sobre la ciudad. Comenzó la emigración individual. El río era cada vez más mezquino.

La economía se enrumbó por otros caminos. Inquietudes diferentes movían los espíritus. Se acallaron los golpes del martillo sobre el duro hierro. El oro y la plata dejaron de ser metales laborables. Los latifundios cambiaron de manos. Al descendiente del encomendero sucedió el general republicano.

La tierra y el ganado se tragaban al hombre. El cerco ceñía con apremios. El comercio comenzaba a decaer, pero se mantenía el liderato cultural. La guerra de la independencia, por los aportes que la villa dio, había marcado el comienzo de la desbandada. Pero el golpe definitivo el somatén sonaría con alaridos de tragedia a la hora del abandono.

Y una tarde --siempre las tragedias de la ciudad acontecían en las tardes-- oscura como aquella águila agorera, se fue el río.

Un golpe de catástrofe estremeció a todos los habitantes. Ante el espectáculo desolador de la ciudad sin río, delante de la soledad, inmersos en el dolor, sólo tuvieron fuerzas para huir, alejarse raudos para no quedar enredados, asfixiados. Por entre los pantanos, ciénagas, caminos descalzos, despavoridos, se inició el peregrinaje de un pueblo. A sus espaldas quedaba la ciudad sin río. Se había ido el río. Por primera vez el pueblo se dispersaba.

“Sobre el lecho arenoso

de las fuentes exhaustas,

rezó quien lo creyera

por el alma en el agua.”

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