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¿A dónde va la ropa de los que fallecen? El caso de Nacira

Una mirada introspectiva a la vida de una mujer que lucha por mantener viva la memoria de su madre a través de los objetos y la ropa que esta dejó atrás.

¿A dónde va la ropa de los que fallecen? El caso de Nacira

Habitación caribeña. // Foto: IA

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Cuando Marisol cocía, solía apretar el párpado derecho para enfocar su energía en el izquierdo. Cualquiera diría que era tuerta, pero su iris inmóvil, al igual que los diafragmas, buscaba el punto de obturación final.

Maldecía un rabito de hilo, que no tenía culpa ni tomaba decisiones, pero ella veía terquedad en su forma maleable que se rehusaba a entrar por la órbita milimétrica; una cúspide de acero que apretaba, evitando que su punta le puyara el pulgar.

“¿Puyarme?, eso es para las que apenas están aprendiendo”, era su discurso interno para evitar la torpeza. Le aterraba tener que llevarse el dedo a la boca para saborear su propio crúor. Apenas se reponía de una postal perturbadora; un charco de sangre que parecía óleo seco, pegado como parásito en el satín que años atrás funcionaba como la vestimenta favorita de Nacira, su madre. Era un manchón sin figura o explicación estética, compenetrado con salpicaduras que decían nada.

Esa mañana, cuando daba puntadas largas para lograr un hilván medianamente decente que presentar en su trabajo, pensaba en el significado que comenzó a tener la ropa para ella. Arte, movimiento, arquitectura y decisiones, sobre todo eso último. Consideraba que detrás de los atuendos había elecciones conscientes, y estas definían la personalidad de cada quien. Creía que la ropa, más allá de lo que muchos consideraban “frívolo”, era capaz de mostrarle al mundo quién pretendía ser, o en quién pasó a convertirse sin tregua o aviso. Lea también: ‘La sustancia’: la película que “no terminan de ver” en el cine ¿por qué?

Nacira dejó de vivir con su madre para volverse una. “Madre”, una evolución de la pronunciación aguda “ma”, una forma más seria que decir “mami”, una esencia femenina tan vieja como la acción misma de envejecer, o de nacer, o de dar vida, o de morir mientras la juventud se convierte en un vestigio lejano. Marisol también tuvo que lidiar con el abandono de un padre ausente, y pasó a descansar en los abrazos de un extranjero con el que se casó. A este le entregaba sus últimas décadas de inocencia.

Esa mañana, mientras enhebraba en silencio, y hacía de las suyas en un metro de satín que compró en una boutique de Bocagrande, recordaba esos momentos a solas con Nacira, que estaba loca por los estampados. Amaba la botánica, por eso en su tocador no faltaban los vestidos florales, sobre todo si eran holgados y no dejaban su clavícula al descubierto. Odiaba esa parte de su cuerpo, pero ese era un secreto que solo sabían las dos. No obstante, no todo era complicidad, porque cuando se trataba de pelear el televisor, la sala de la casa se convertía en una pista con el control remoto en la línea de meta. La madre furiosa correteaba a Marisol por toda la casa. Le exigía el control para ver sus realitys y la repetición de los conciertos de Madonna que pasaban por MTV. Ella, habitando en el cuerpo de una niña traviesa, grababa la persecución con un Sony Ericsson mientras se reía a carcajadas por sacarla de sus casillas.

“Nena, no seas así, dame el control”, se le escuchaba decir a Nacira en los videos que Marisol reproducía, sobre todo, cuando buscó marido, y la extrañaba tanto que se escondía en el baño a darles play una y otra vez. Quizá por eso se quemó el celular y no volvió a prender. Ningún técnico en San Andresito, o Centro Uno, daba con el repuesto para reparar el viejo Sony Ericsson, a sabiendas de que Marisol insistió en pagar hasta lo que no tenía para que volviera a funcionar. Y cómo no, el aparato atrapaba la voz de Nacira, su tono, sus matices. Este contenido estaba encapsulado ahí, en un sueño profundo al igual que su prisionera, atrapado, como el genio de la lámpara de Aladdin.

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En la tarde, cuando terminó con las costuras del torso y las mangas, Marisol fue por una bolsa de retazos de tela que le faltaban para terminar la pieza de una clienta. Los recortes de tela se los regalaba una amiga que trabajaba en un local de textiles en la avenida Pedro de Heredia. “Ojo, porque si te ven las cámaras mi jefe me echa”, le advertía su colega para evitar que entrara por la puerta principal.

Dando vueltas por la zona de parqueo, Marisol divisó un movimiento de caderas idéntico al de su madre. La mujer se paseaba por la fuente, tenía una blusa con estampado floral y hojas de palma africana. No estaba loca, Marisol vio cuando un hibisco abrió la boca y le pidió agua a la fuente. No dudó en irse detrás de la mujer. Pero volvió a decepcionarse cuando volteó y no tenía la cara de Nacira.

***

En el cumpleaños número 32 años de Marisol, su esposo la sorprendió con un desayuno saludable que decoró con globos metalizados y un puñado de girasoles perfumados. Sus hijos le hicieron un dibujo y le cantaron “las mañanitas”. Más tarde, cuando su marido se fue al trabajo y los niños al colegio, insatisfecha aún, agarró una silla y se encaramó sobre el escaparate. Con fuerza cargó una maleta polvorienta y la estrelló contra la cama.

Habitación caribeña. // Foto: IA
Habitación caribeña. // Foto: IA

En la valija sus tías habían guardado la ropa de Nacira. Esparció por toda la habitación las últimas gotas de perfume que le quedaban, un elixir que nadie en la casa podía tocar. Cerró los ojos y puso a todo volumen ‘Devuélveme a mi chica’, de Hombres G. Parecía poseída, bailando por toda la habitación mientras se embuchaba un vino barato que compró para no compartir, y le arrancó un ramillete a las uvas que una vecina le dio a guardar en la nevera. Se desnudó. Sacó de la maleta una tanga de su madre, la midió con sus muslos y se la puso sin pensarlo dos veces, lo mismo hizo con un sostén que ya comenzaba a ponerse amarillo, pero que le quedaba perfecto. Lea también: Cine Capitol: la cita fallida de Yadira

Acomodó en la cama la blusa que Nacira usó para su grado, y acomodó centímetros más abajo un pantalón de lino. A un lado y respetando el espacio invisible que, se suponía, ocuparía la mano, colocó un reloj de plata que la madre solo se ponía para fechas especiales. Ese estilismo que veía jerarquizado en la cama era su madre. No tenía ni pies, ni cabeza, solo era ropa abandonada. Se tiró en la cama, se enrolló como culebra y apretó cada trapo como si fuera un huevo, o la carne ausente, el útero que una vez tocó con su cuerpo desde adentro.

A la blusa todavía le quedaba un poquito de ese olor particular que tenía Nacira cuando no se había bañado, o cuando oler a sudor era lo último que le importaba, porque estresada, veía que las sopas no estaban listas y la niña podría llegar tarde al colegio.

Con el parlante a todo volumen se fue hasta el patio, llenó la lavadora con agua y mordió una bolsa de detergente que vertió entera al igual que el cloro, con el que tampoco escatimó. Por fin tuvo el coraje de lavar la ropa que le entregaron la noche de la tragedia. Sacó la prenda de la bolsa de plástico donde estuvo por años. La blusa de tirantes, con la que tantas veces vio reír a su madre, ahora estaba en su manos, llena de sangre seca, barro, arrastrada por el asfalto, y rajada por la mitad, a consecuencia del corte de una tijera de filo perfecto que usaron los médicos que intentaron reanimarla.

Marisol cambió la canción, puso el clásico italiano de Dalida y Alain Delon ‘Parole parole’. La cantó a todo pulmón, tiró la prenda en la lavadora y se detuvo a observar cómo la sangre vieja se diluía en el remolino de detergente. “Ecco da ieri, e dal mattino, e da sempre”, que al español traducía “eres del ayer, y del mañana, y de siempre”, cantaba la mujer mientras ya no le salía ni una lágrima.

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