Tiene la paciencia y la devoción de un pastor de ovejas. Sus pisadas son firmes, pasos largos, contextura gruesa y una sonrisa a flor de labios. Subió a la sala de redacción para despedirse de todos, con voz ceremonial, brillo sentimental en los ojos y la convicción de un hombre serio, digno, noble. La palabra que afloró en su corazón fue “gratitud”. Luego, les dijo a sus más cercanos compañeros de tantos años que deseaba almorzar con ellos, para decirles que ya no lo verían más en el espacio laboral donde durante más de tres décadas lo habían visto, y para celebrar algo que parece esquivo en estos tiempos: la sagrada amistad.
Es Fortunato Carrero Cepeda, quien, luego de 33 años de trabajar en el diario El Universal, dice que su alma está serena y tiene la paz del deber cumplido. Nació en Tunja el 21 de agosto de 1964, hijo del cabo de la Policía Fortunato Carrero Muñoz, de Cocuy, Boyacá, y Carmenza Teresa Cepeda, ama de casa, de Sabanalarga. Fortunato, quien estudió quinto de primaria en Tunja, diez hermanos (dos de ellos fallecidos), siete de padre y madre, y tres de madre, empezó a trabajar en el periódico a sus 27 años en el departamento de circulación, como promotor, cobrador y distribuidor de suscripciones. Su ruta inicial era la Calle Real de Manga. Allí estuvo un año, y luego pasó al departamento de Servicios Generales, en oficios varios; del departamento de Producción, pasó a rotativa, como rebobinador de papel y en el mantenimiento de la máquina.
Recordar a los amigos
En esos departamentos recuerda al jefe de servicios generales Luis Valdelamar, al jefe de la rotativa Evangelista Ibáñez, al caricaturista Jorge Escalante “Panti”, al celador Julio Díaz, al que le decían “Pambe”, porque era la réplica del boxeador de Palenque. A Yadira Muñoz, Virginia Sarabia, en servicios generales; a Eduardo Figueroa, César Dionisio Cogollo, a Heriberto Torres, jefe de Rotativa, y a Petrona Díaz, en fotomecánica.
Hace nueve años fue a los funerales de su padre, quien murió en el municipio de Garagoa, en el suroriente de Boyacá. Su padre se había separado de su madre, a sus diecisiete años. Fue durísimo para él, y él sintió que debía estar en ese momento de su partida. Pero Fortunato no cree en la muerte. Cree que somos tripartitas. Ese no es el fin. El alma se va y hay, según él, salvación y condena. El cuerpo es carne, se desintegra y vuelve al espíritu de Dios. El alma es la razón de ser y el espíritu es el aliento de vida. “No me gusta llevar flores al cementerio porque en las tumbas no hay sino restos, despojos, osamenta. No está allí la persona, no está el alma ni el espíritu”.
Recuerda al niño que era jugando fútbol, trompo, bolita de uñita, yoyó, corriendo por las calles con un aro de las llantas de los carros, haciéndola rodar con un palito en la mano. Recuerda al joven Fortunato que jugaba fútbol en canchas barriales de microfútbol. En ese pasado cree haber hecho cosas que no debió, antes de descubrir La Biblia y el camino del evangelio. La gracia, según él, es el ejemplo de Jesucristo que se entregó a sí mismo en la cruz del calvario, siendo Dios, se hizo hombre a través de Jesucristo. Añora los años en que vivía en la Calle de la Magdalena en Getsemaní, cuando sus vecinos sacaban sus mecedoras a coger el fresco de las cinco de la tarde.
Perros e inundaciones
Al evocar el tiempo como repartidor en bicicleta de periódicos llegó hasta el comando de Marina Santacruz una madrugada, y en un descuido del vigilante, se salió un enorme perro de estirpe brasileña que, enfurecido y con las mandíbulas batientes, se encaminó hacia Fortunato. La reacción fue bajarse de la bicicleta y blindarse con la bicicleta levantada. El perro mordió la sombra alargada y erizada de Fortunato en el aire helado de la madrugada, se cansó de ladrarle en vano, hasta que él lo paralizó con sus manos gruesas de amansador de tempestades. Fueron incontables madrugadas en invierno o verano, lloviera o relampagueara, en las que Fortunato llevaba puntualmente el periódico a los suscriptores al amanecer.
El episodio dramático en la vida de Fortunato ocurrió viviendo arrendado en el barrio 13 de Junio, antes del Cuartelillo de Olaya, cuando se desbordó el canal de San Pedro y el agua entró a su casa y arrasó con todo lo que tenía: cama, colchones, electrodomésticos, álbumes familiares.
“Lo perdí todo allí y se gestó una oleada de solidaridad en toda Cartagena con los damnificados, y se creó en las bodegas de El Universal, un centro de acopio para recibir ayudas. Era impresionante ver la solidaridad entre los vecinos”.

Drama y milagro
El tercer episodio dramático fue cuando ingresó a la clínica en plena pandemia con los pulmones comprometidos. Dos veces le dio COVID. La segunda vez fue más suave. Le impactó ver a su hijo Harold David llorando en el andén de la clínica, cuando los médicos preguntaron por un familiar de Fortunato, y el hijo creyó que a su padre lo iban a entubar.
El cuarto drama convertido en testimonio de fe fue el cáncer que hizo metástasis en los huesos de su hermana Luz Mery Carrero Cepeda, y fueron inmensas las cadenas de oración por su salud, que un día sobrevino lo que parecía imposible en el hospital de Sabanalarga, cuando los médicos vieron desaparecer sin explicación científica el cáncer de su hermana. Luz Mery, convertida al evangelio, conmueve a todo el mundo con su relato.
Fortunato, alma de Dios, vive en Bayunca en una casa propia de tres habitaciones, junto a su esposa; tiene 3 hijos, 5 nietos. Asiste desde los martes hasta el domingo a la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia, sus dos mejores amigos son hermanos de fe: Rodolfo Suárez Almagro y Alfonso Pineda Caraballo.
No fuma, no bebe, no toma café, no se trasnocha, despierta temprano. Su única tentación desde niño es ser un devorador de panes. Y cuando pasa por la panadería no se resiste a comprar una bolsa de pan recién salido del horno. En el regazo silencioso de su casa quiere aprender a tocar la guitarra para cantar sus alabanzas. A los jóvenes que se han descarriado solo les dice: “Dios te bendiga. Busca a Jesucristo. Él es el que transforma el corazón del hombre”. Fortunato tiene la esperanza a flor de alma.