Mi abuela nos levantó a las 11 de la noche, algo entendible. Lo inconcebible fue verla llenando una funda con mecatos y zapatos viejos. Guardaba todo en la funda de una almohada que antes defendía como gata en celo; ¿extraño?, sí. ¿Filantrópico?, habría que esperar.
“¿A qué hora llegamos, abuelita?”. “Nancy organizó el paseo para salir a las 11:30. Llegaríamos a La Villa mañana, a eso de las cuatro de la madrugada, porque a las siete debo estar comprando el algodón para pasarle al santísimo. Ponte trucho con tu hermano y no des tanta vuelta”.
A oscuras llegamos caminando hasta la carretera, ahí estaban los demás integrantes de un paseo por tres días a San Benito Abad, Sucre, o “La Villa”, como todavía le dicen algunos. Las beatas, amigas de mi abuela, nos dijeron que si cerrábamos los ojos y las dejábamos hacer el rosario tranquilas, en cuestión de horas la culebrina de asfalto de la Troncal de Occidente se acortaría y llegaríamos más rápido. Aquel embuste era su as bajo la manga para evitar que mi hermano se vomitara en el trayecto, era mejor mantener dormida a la bestia.
Mi hermano y yo íbamos por primera vez. Más allá de un capricho religioso de mi abuela por tener frente a sus narices “al cristo que suda”, íbamos a La Villa ese marzo de 2008 buscando un primer acercamiento con nuestra familia paterna. Nos presentarían con ellos por primera vez.
A una hora de nuestra llegada, vislumbramos un grupo de siluetas envueltas en el sereno espeso, la confusa cortina de niebla que le hacía compañía a la oscuridad de la madrugada no nos permitía verles la cara. Se movían entre la luz incandescente que proyectaban los bombillos del bus. Se peleaban entre sí. Tardé en entender que no eran espíritus, emitían un sonido, eran niños. No alcancé a ver adultos supervisándolos.
“Coge, mijo, abre la ventana y tírales esta funda”, dijo mi abuela emocionada, como si estuviera frente a una máquina tragamonedas. Pero había gente con más crueldad que ella, les tiraban billetes y monedas, que se perdían en la ‘oscurana’ y el cemento. “¿Por eso llenaste la funda?”. “Sí, papi. Aquí, en Sucre, hay muchos niños pobres. Durante esta temporada salen a la orilla de la carretera para que nosotros, los foráneos, les tiremos lo que ya no usamos”. “¿También los abandonaron sus papás, abuelita?, ¿también?”.
Nunca supe por qué cambió el semblante especialmente en la palabra “también”. No imaginé que un simple adverbio sería capaz de aguarle los ojos. Para la gente, mi abuela era jodona y dura como un aguacate biche, pero lo que no sabían era que muchas de mis ocurrencias la “descascaraban”.
Esa madrugada antes de bajarnos del bus nos besó en la frente y nos dijo que mi mamá estaba muy ocupada trabajando en otra ciudad, y que nuestro papá estaba en un lugar muy lejano. Pero como aliciente, nos dijo que llegar a San Benito sería como conocerlo.
Nos bajamos en una calle destapada, cerca de la Basílica Menor del Señor de los Milagros, una calle más adelante encontramos paredes desgastadas, y un callejón catedralicio, con edificaciones abalaustradas y una sucesión de mansardas empotradas con una ingeniería perdida en el pasado. Al finalizar nuestro trayecto encontramos una pequeña plaza de mercado, repleta de vendedores restregando cachamas muertas hasta arrancarles la última escama, y al fondo se visualizaba una ciénaga inmensa. La marea estaba baja, por eso algunos comerciantes tenían tendales en la orilla, eso sí, temporales, porque cuando el agua irrumpía arrasaba con todo.


Nos instalamos en la casa de mi tío Wil, quien tenía menos de treinta años. La casa era cómoda, con un baño al aire libre y ventanas de madera combinada con esteras de vidrio; pequeñas láminas que se movían de arriba a abajo al manipular una manija metálica. La familia del tío Wil era pequeña; él, su esposa Susana y su hija, una perrita llamada Violeta. Mi abuela me hizo señas con los ojos para que no metiéramos la pata preguntando por primos que no teníamos, la situación era evidente.
El tío Wil estaba melancólico y contento a la vez, su nostalgia podía olfatearse. “Pidan lo que quieran, que yo pago”. El comercio estaba activo a esa hora de la madrugada. Yo me conformé con un caballito de palo, mi hermano, en cambio, se antojó de una bendita pistola de juguete, de esas que vienen con una papeleta de balines de plástico. Fue la peor decisión de todo el paseo.
Cerca de la casa del tío Wil había gente acampando, las terrazas de las casas se llenaban de turistas, que no lograban conseguir dónde quedarse y dormían en las calles o patios como una prueba de sacrificio ante su salvador, a quienes fueron a venerar, el santísimo Señor de los Milagros. No obstante, aquella cristiandad puritana no le duró mucho a una de las acampantes. La mujer llegó furiosa a poner unas quejas; le dijo a mi abuela que un niñito llegó y le pegó con unas pepas en las nalgas. “Doña, ajuicie a su nieto, que está muy chiquito para que sea tan liso”.
La cosa se puso peor. Mi hermano también le disparó a Violeta, la pobre perrita chillaba y se escabullía. Mi hermano me apuntaba también con la pistola, me impedía delatarlo, así que inventé que el animal tenía un fuerte dolor de barriga y por eso aullaba cada cinco minutos. “Creo que Violeta está muy emocionada por nuestra visita, y por eso está llorando, tío Wil”, mentí para evitar que el paseo se acabara. Me privé de poner quejas porque días atrás la abuela me había dando una tunda por cizañero y llorón.
Horas más tarde me desperté por la incomodidad de me causó dormir en la cama de una casa ajena. Caminé hasta la sala para buscar a la abuela y no estaba, tampoco en el baño, y mucho menos en el patio. Se me hizo raro que no me avisara, solía ser muy comunicativa, fácilmente pudo dejarme una nota, pero se fue sin dejarnos un rastro. El tío Wil y su esposa estaban dormidos, y no tenía ese grado de confianza como para despertarlos. Sentí un gran ardor en el pecho, que estaba a la deriva, que mi única protección huyó de mi sin darme una explicación. Pero “¿y si no? ¿y si alguien se la llevó?”, fue el escenario dramático que comenzó a ejecutar mi imaginación.
Me percaté de la hora, eran apenas las siete de la mañana. El desespero fue tanto que levanté a mi hermano, y todavía en pijama, le conté lo que para mí había sucedido. “Se robaron a nuestra abuelita”. El pobre, recién levantado, sacó debajo de la almohada su pistola. Estábamos dispuestos a salir por ella, así que no le avisamos a nadie y nos fuimos cuidadosamente, procurando que la bisagra oxidada de la puerta podrida no alertara a nuestros anfitriones sobre la fuga.
En la calle esquivamos al tumulto de fanáticos que colapsaban las calles. Parecía uno de esos mercados en la India. Hacían una fila larga para subir la escalinata que les permitiría entrar a la iglesia y tocar con un algodón al santísimo, que estaba custodiado por una cápsula de cristal donde tiraban plata, cédulas y cartas pidiendo un marido, desterrar enfermedades, o erradicar las malas vibras de las casas.
Caminamos tanto que ya no sabíamos cómo regresar a la casa del tío Wil, y parecíamos cerdos empapados de sudor. Por un momento se nos ocurrió robar una botella con agua, o pedir limosnas para comprar una. El desespero fue tanto que llegamos llorando a la Estación de Policía cerca a la plaza municipal y gritamos en el mostrador: “Llévennos a la casa del tío Wil”, pero nunca nos escucharon.
Salimos nuevamente a la calle y vimos a un grupo de niños campesinos sentados en una esquina. Uno de ellos tenía la ropa rota y el cabello desgreñado, estaba más sucio que los demás. Se parecía a mí, por un momento me cuestioné sobre si era real o una ilusión en medio de mi fatiga. “¿Así era mi papá? ¿también era un caminante abandonado?, ¿también jalaba la caridad de las ventanas de los buses?”, me pregunté.
“Creo que también nos pasa lo mismo”, le dije a mi hermanito mientras lo tomé de la mano para incorporarnos a la manada, con la que, por supuesto, ya nos habíamos humanizado.

