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Cultural

El viernes que el diablo visitó mi casa

Una visita invasiva sacude la tranquilidad de una casa. Este relato captura la esencia de la infancia y la astucia de dos hermanos que, a su manera, logran exorcizar al “diablo” de su hogar.

El viernes que el diablo visitó mi casa

Ilustraciòn de la prima Vilma. // Emmanuel Vidal

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Esta es la historia de cómo mi hermanito Jorge y yo sacamos al diablo de nuestra casa tras una visita que parecía eterna.

Era de esas que se posesionan en los muebles y paredes, que se impregnan como las garrapatas o la tinta del marcador permanente. Aquella visita dejó a mi abuela Deyanira lavando con cloro cada trozo de pared de la sala. Le atribuyo la culpa a ella, porque ese viernes la vi contenta preparando un banquete para esa bestia del infierno. Vi cómo escondía los platos de peltre en una gaveta y bajaba del escaparate la vajilla en la que nunca nos dejaba comer. “Hoy llega mi prima Magalis y su nietecita, la niña Vilma. Las voy a recibir como se merecen, con este arroz apastelado que me queda de rechupete”.

Yo amaba los viernes, pero odiaba ese mazacote de arroz apastelado. No había clases al día siguiente, así que ayudamos con el aseo. No faltaron las advertencias de siempre: “Cuidadito con indiscreciones. No quiero pataletas ni que pidan plata, mucho menos que metan la cuchareta en las conversaciones de los grandes, ustedes son unos niños de Dios”, dijo mi abuela abriéndonos los ojos.

Platos. // ilustraciòn
Platos. // ilustraciòn

Nos sacaron la mugre con jabón de perro, nos blanquearon con talco y nos bombardearon con un atomizador de menticol. A mi hermano Jorge lo peinaron hacia atrás, a mí hacia adelante, y acomodados en los muebles, donde nunca nos dejaron sentar, como adornos o muñecos de felpa, recibimos a la esperada visita.

“Mago, bienvenida, cuántos años han pasado”. “Te mandan a decir en el pueblo que procures ir. Ya como eres turbaquera no te acuerdas de los pobres en Marialabaja”, dijo la tía Magalis, que tenía guindando del antebrazo una canasta artesanal; yo me burlaba, porque tenía las mismas pitas de la mecedora del patio. “Les traje unas guayabas”. Las puso en las manos de su nietecita. “Vilma, entrégueles a sus primos y salude”. Lea también: De Cartagena a la selva: el viaje literario de Carolina Poveda

Flaca, ojona y desgarbada, con dos trenzas moviéndose cerca de su frente y una cola de pescado que a duras penas le llegaba a la nuca. Su boca era muy similar a la de esos personajes de Los Simpson y tenía una mirada siniestra, retadora, como un buitre que quiere sacarte los ojos y comer tu corazón a picotazos. Yo, que había visto tanta televisión e imaginé al diablo de tantas formas posibles, nunca creí que sería de tal forma.

***

Como no me gustaba el arroz apastelado, mi abuela me dijo discretamente en la cocina: “Cómete estas tajadas antes de que cometa una locura y me lleve presa el Bienestar Familiar”. Me sorprendió que segundos después saliéramos sonrientes a la sala: “Hay que consentir a los niños, a él le encantan sus tajadas”, le dijo mi abuela a la tía Magalis, quien no quedó muy convencida de la pésima actuación.

Cocina. // ilustraciòn
Cocina. // ilustraciòn

Con deleite, me senté a comer mi plato de tajadas en el piso, junto a mi hermano Jorge y la prima Vilma, quien se comía apurada el mazacote de arroz. Yo la miré con petulancia y saboreé una a una mis tajadas. Pero la dicha no me duró, con aquel sigilo se me pegó en la oreja y me dijo: “Dame esas tajadas o te corto”. Yo no le creí, hasta que miré sus manos, no sé en qué momento agarró una de las cuchillas de hoja del tocador de mi abuela. Por supuesto que le hice caso. Nunca en mi vida había peleado, y menos con una persona tan mala mañosa.

Conteniendo las lágrimas y triste por todas las tajadas que no acabé del plato, caminé discretamente hasta donde mi abuela. No quería una paliza, debía ser sutil. Primero le di un pellizco a la tela de su pollera, y luego, con el dedo índice la chucé varias veces, pero estaba concentrada en su conversación con la tía Magalis. “Abuelita”, le dije con una sonrisa nerviosa, y ella entre dientes me miró: “¿Qué te dije esta mañana?”. “Es urgente, abuelita”. “Te comportas, me haces el favor”. Yo la miré con cara de “si muero hoy, es tu culpa”.

La abuela no tuvo más opción que recoger los platos, después llenó una ponchera con bastante detergente, agitó las manos hasta hacerlo burbujear y estrelló dos tapas de limón. “Ni un rastro de sarna quiero en esas manos. Y creo que sería buena idea que den un paseo con la prima Vilma por el parque, así dejan que hablemos los grandes”, ordenó. Yo quedé frío.

***

Lo mejor de Turbaco era la libertad al momento de salir a jugar, sobre todo en nuestro barrio, que estaba lleno de lotes y si caminábamos un poco más, podíamos llegar a unas montañas plagadas de hierba seca y arbustos con florecitas amarillas de alcachofa. La prima Vilma corrió hasta las montañas, donde estaba prohibido ir. Mi hermano Jorge, con la misma habilidad física, la persiguió y más atrás fui yo. Me aterraba que ese demonio le hiciera algo a mi hermanito.

“Para allá no, devuélvanse”, les grité agitado. “Alcánzame, gordito”, me gritó la muy perversa, y siguió corriendo hasta perderse en el paisaje. Cuando quise llegar a la cima de la montaña, la encontré dando piruetas en el pasto. Mi hermano la veía embobado. “¡Nos vamos ya! Desobediente”, le grité con el último aliento que me quedaba, impotente, sudado y a punto de llorar. Ella me apuntó con el dedo: “Mira eso”, “¿Qué?”, y sin darme cuenta, en una fracción de segundo, me tiró un puñado de tierra en la cara. Yo perdí el equilibrio, y como no veía, no tuve más opción que sentarme hasta que se me pasara el ardor. Para mi infortunio, y tal como ella lo planificó, me senté sobre una plasta de mierda de burro. Tuvieron que llevarme casi que privado a la casa y bañarme con cloro, yo daba gritos.

En un día, la prima Vilma hizo todo lo que mi hermano y yo creíamos imposible: rayó las paredes con un marcador, lamió el hocico del perro chandoso de al lado, metió un clavo en el televisor, mojó el papel higiénico, tapó el inodoro y sacó de la jaula a un pájaro que mi abuelo pretendía vender. “La nena es un poco hiperactiva”, justificaba la tía Magalis apenada. Mi abuela la miraba con disimulo y sonreía (yo la conocía más que nadie, deseaba tanto como yo que ese demonio se largara lo más pronto posible). Para desgracia nuestra, ellas habían llevado ropa suficiente para todo el fin de semana. Lea también: ATP Challenger: un duelo de viejas pasiones en la cancha

Alguien tenía que darle un escarmiento a la prima Vilma, y ese era yo, sediento de venganza por la pestilencia a burro que me dejó. No podía enfrentarme a ella físicamente, porque evidentemente, flaca y todo, la condenada tenía más fuerza. Pero intelectualmente yo le llevaba ventaja.

Al caer la noche, a la prima Vilma se le ocurrió la brillante idea de meterse con los trastos de la iglesia. “¿Se pueden coger estas botellas?”. “Está prohibido, es la vitrina de colección de mi abuela…”, y de repente se me prendió el bombillo... “Pero si coges tan solo una botellita nadie se va a dar cuenta”. La prima Vilma, cual rata de alcantarilla, miró a todas partes para percatarse de que no nos pillaran. Yo, por supuesto, cortésmente colaboré. “Tranquila, primita, yo vigilo”. Mi hermanito Jorge, inocente, también cooperó.

Botella. // ilustraciòn
Botella. // ilustraciòn

No tardó en meter la mano y alcanzar una. Cuando la sostuvo se le iluminaron los ojos. “¿Qué es?”, “Agua bendita que mi abuela consiguió en Egipto”, “¿Y se puede beber?. “Está prohibido, no creo que quieras hacerlo, primita ¿o sí?”. Achicó los ojos y me miró con esa maldad que le emanaba del rostro con tanta naturalidad. Destapó la botella y embuchó todo el líquido hasta tragarlo por completo.

Horas más tarde llegó la ambulancia, llevaron a la prima Vilma de urgencias por intoxicación, estaba chillando como un perrito. “Sí es verdad que el agua bendita exorciza”, me susurró mi hermanito Jorge cuando vimos a los enfermeros llevársela. Luego nos enteramos de que aquella botella era una diminuta edición limitada de una famosa gaseosa, aquel líquido era artificial, no se podía tomar. Jorge y yo, al mejor estilo de Poncio Pilato, dijimos que ella decidió tomarlo por su cuenta.

Nos contaron por teléfono que se mejoró al día siguiente. Pero desde aquella fecha la prima Vilma quedó vetada de nuestra morada de apariencias, y nosotros de la vida de ellas, pues la muy embustera le dijo a la tía Magalis que los diablos éramos nosotros, ¿qué será de la vida de esa diablilla?

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