El escritor irlandés Óscar Wilde solía decir con mordacidad que “en los almuerzos de banqueros se habla de arte. En los almuerzos de artistas, de dinero”. Es una conversación crispada e inagotable esta relación entre arte y economía. Cuando visito los talleres de mis amigos artistas, no suelo preguntarles de qué viven y cómo sobreviven, porque de veras viven de milagros.
La cultura fue, a lo largo del siglo pasado, un ave rara que revoloteó entre dos guerras mundiales y una amenaza constante de guerra nuclear. Los dos amaneceres de los últimos dos siglos se estrenaron con guerras, naufragios y holocaustos. Entramos al siglo XX con el naufragio del Titanic y entramos al siglo XXI con la caída de las Torres Gemelas aseveró el filósofo Fernando Savater. Una doble y trágica experiencia de ascenso y descenso de la humanidad. El concepto de cultura se afinó y amplió en el siglo XXI, en el hondo y ramificado alfabeto de las nuevas realidades humanas. Una de ellas es la relación compleja, conflictiva y atormentada entre cultura y economía. Lea aquí: Cartagena de Indias celebra al pintor Enrique Grau
La relación entre los intangibles infinitos de la cultura y el patrimonio tangible de nuestras comunidades. El diálogo tenso, distante y distinto entre nación y globalidad. El diálogo entre frontera y universo. Cultura y desarrollo.
La mirada de los economistas
En 1994 se habló en Austria de un concepto que ha creado dilemas y equívocos: las Industrias Creativas como herramientas del desarrollo económico, aliadas a las políticas públicas de cultura y a las tecnologías. Pero solo hasta 2001, el periodista norteamericano y especialista en nuevas tecnologías John Howkins avanzó y profundizó en su significado, en su libro “La economía creativa: transformar una idea en beneficios” (2001). “Empecé ocupándome de las artes, de la esfera cultural, lo que normalmente se consideran los sectores creativos, pero realmente la creatividad abarca mucho más que eso. Considero que es decisiva no solo para los sectores que hemos venido a llamar creativos, sino para todo: para la planificación urbana, el transporte, la gestión hotelera y todo tipo de cosas. Significa reconocer el extraordinario talento que puede tener el individuo y contribuir a que ese talento se ponga al servicio de la sociedad”, dice Howkins.
John Howkins delineó su tesis al conocer por el mundo a gente con talento para las artes, las letras y la música, que soñaba con sacar adelante sus proyectos, pero no había resuelto la parte operativa: la financiación de sus proyectos, y parecían estar al margen de la economía convencional, la relación con los bancos, las instituciones públicas de cultura, y en términos generales, de las políticas públicas de cultura de los gobiernos. No se puede medir la riqueza y el índice del producto interno bruto de una nación por el valor de sus bienes y servicios. Ante eso hay visiones que proponen “calcular el nivel de desarrollo desde el prima de la educación, el sistema de salud, la cultura...”, señala Irene Vallejo. Colombia fracasó en el experimento denominado Economía Naranja que se hizo al revés, no para favorecer a los creativos, sino para que estos aportaran financieramente al Estado, redujo el experimento a un censo del sector creativo para que pagaran impuestos y elevaran el índice del producto interno bruto. Lea aquí: Pintores colombianos superan barreras físicas a través del arte
Eso empobreció a los mismos creativos. Hoy la desprotección social del artista no solo se ha agudizado, durante y después de la pandemia, sino que puso a prueba las políticas públicas sobre la relación entre cultura y desarrollo económico.
Creación y fracaso
Todo artista pasa por el filtro del error y del fracaso para alcanzar sus logros creativos. “A partir del Quijote toda aventura está predestinada al fracaso”, sentencia Borges. “Cuando hablamos de creatividad es inevitable hablar del fracaso”, señala Will Gompertz en su libro “Piensa como artista” (Taurus, 2015). “No se puede escapar de él. El fracaso es subjetivo, marginal y volátil”. Los artistas franceses Monet, Manet y Cézanne fueron rechazados por el Salón de París. Pasaron unos años para que aquellos que los habían considerado fracasados reconocieran que estaban ante tres de los más grandes artistas de su tiempo.
Van Gogh y sus bolsillos rotos
Vincent Van Gogh, el más grande artista holandés y europeo de finales de siglo XIX, fue visto por sus contemporáneos como un fracasado. En una carta a su hermano Theo, se lamentaba de que su hermano regresara a casa con las pinturas que él proponía vender a sus amigos y conocidos. Van Gogh, como muchos artistas de la historia de la humanidad, padeció la relación compleja entre arte y economía. “Me es absolutamente imperativo intentar ganar dinero con mi trabajo”, decía Van Gogh, para quien el dinero era una realidad horrible que vulneraba su conciencia y su sensibilidad de artista. Lea aquí: Libro hecho a mano reúne las mejores obras de Miguel Ángel
Vincent fracasó como vendedor de obras de arte, trabajando junto a su tío. Y fracasó como pastor evangelista en Bruselas. Pero fue su hermano menor, Theo, su alter ego, su proveedor, quien asumía la compra de sus lienzos, pinceles y pinturas, era quien tenía el dinero e invertía en sus obras con la ilusión de venderlas. Pero al paso de los años, jamás vio vender nada, solo su obra El viñedo rojo (1888), y consoló a su hermano diciéndole en 1883: “En ningún caso rechazaré un encargo serio, sea cual sea, me guste o no. Trataré de hacerlo como me pidan y lo repetiré si es necesario”. Luego, encarando lo que parecía ser un fracaso en su tiempo, se lamentaba ante su hermano que la pintura lo hubiera enloquecido, porque “podría ser un gran marchante de arte”. Allí el tormento de la economía volvía a poner contra la pared al artista. ¿De qué conversaban Van Gogh y Gauguin en esa mesa en 1887, entre tabacos y alcohol? De lo que jamás quería hablar Van Gogh con sus amigos era precisamente de cómo podía vivir sin pensar en el dinero. Eso lo conversaba en privado y en cartas con su hermano Theo.
Warhol y el delirio del dinero
Hay una resistencia entre artistas a nombrar esa realidad que los mortifica: el arte y la economía. “Los artistas tienden a mostrarse reservados cuando se trata de dinero”, dice Will Gompertz. Es un tema para ellos algo vulgar, denigrante, incluso. Además, el dinero puede echar a perder el mito que hemos creado en torno a los artistas, deidades intocadas por la sucia realidad del día a día. Aunque hay excepciones. Andy Warhol era tan materialista y le fascinaba tanto el dinero que lo convirtió en el propio leitmotiv de su trabajo. Llamó a su estudio La Fábrica, y en una ocasión dijo: “Ganar dinero es arte, trabajar es arte y hacer buenos negocios es arte, el mejor arte de todos”. Lea aquí: Agustín Rivera, el pintor que retrata a Cartagena y su cotidanidad
Los casos de Vincent Van
Gogh y Andy Warhol, en tiempos distintos, nos llevan a reflexionar sobre lo efímero y lo perdurable, lo tangible e intangible, y lo que prevalece más allá de la vida breve de los artistas. La paradoja de lo que tiene un valor intemporal, simbólico, artístico, patrimonial, más allá de lo económico y comercial. Recuerda Gompertz que los centros artísticos del mundo como Venecia, Ámsterdam o Nueva York, fueron, a su vez, centros comerciales de gran impacto mundial. No siempre un buen artista es un exitoso hombre de negocios, como lo fue el artista Peter Paul Rubens (1577-1640), quien en su tiempo promovió la venta de arte a domicilio, visitando cortes reales y empresarios de su época, sugiriéndoles que adquirieran sus enormes pinturas barrocas para que las exhibieran en sus salas de baile.