Está en un lugar cerrado. Sabe que no lo verá nadie y espera que así sea. Cierra la puerta de su habitación, un espacio pequeño en el que cabe junto a las cosas que necesita para vivir y en el que se las ingenia para hacerlo todos los días. Al final sus vecinos ya saben lo que hace, piensa, se relaja y lo agarra. Tiene que tratarlo bien, porque sino se “pone caprichoso” y luego le cuesta volver a adiestrarlo, a pesar de que lleva catorce años con él. Catorce años en los que Lennin invade todo el espacio con el sonido melodioso de su violín, que ahora recorre el pasillo de la residencia universitaria en la que vive, y en la que lo reconocen por darle vida al instrumento a cualquier hora del día.
El joven que toca el violín en su habitación es Lennin Martínez, de 24 años, delgado y de tez morena. A pesar de su visible juventud, tiene una firme madurez que le permite concentrarse en lo que para él es importante, que en su caso es la música. La conoció a la corta edad de diez años, cuando veía a otros niños tocar en la orquesta de su colegio, la Institución Educativa José Manuel Rodríguez Torices (INEM) y en la que descubrió el valor del arte con el que creció.
Estando en quinto de primaria en la sede Isabel La Católica, en el barrio Almirante Colón, ingresó a la orquesta que se sostenía con las uñas y que contaba solamente con un director musical, José Gregorio Quintero. Las clases eran gratis, pero la situación económica de la familia de Lenin no daba para comprar un instrumento, por lo que tenían que prestarle uno para poder ensayar. Lea aquí: El fragor del viento, el mar y el bullerengue en la obra de Diana Restrepo
Con el pasar de los años, el colegio pasó a un segundo lugar y los días del joven se le iban escuchando las sinfonías de Mozart y Beethoven. Nunca escuchó reguetón, a pesar de ser el género de moda entre los jóvenes de su edad, pues le resultaba más placentero navegar entre las aguas calmadas de la música clásica, inclinándose naturalmente hacia intérpretes europeos, de quienes buscaba absorber sus virtudes de interpretación.
Poco le importaban las clases, aunque aclara que en el colegio siempre le fue bien. Las profesoras daban cátedra, sacaba las partituras y las memorizaba. Nunca desaprovechó el tiempo, al contrario, cada vez era más retraído de los asuntos banales para concentrarse en adiestrar el violín, pues sabe que si lo descuida “se pone caprichoso” y es más difícil tocarlo igual.
A pesar de que “el amor fue a primera vista”, tuvo que recurrir al apoyo de varias personas para participar en espacios internacionales como campamentos creativos. “En Cartagena conocí la Fundación Tocando Puertas quienes me ayudaron para visitar algunos campamentos, uno en Virginia y otro en Boston”, y a la lista se sumaron festivales de música en España e Italia.
Con la ilusión ya despierta y una meta clara conoció a Federico Hoyos, uno de los violinistas y pedagogos más destacados en Colombia y quien vio en él un diamante en bruto. Hoyos era profesor de la Universidad de los Andes de Bogotá pero cada vez que viajaba a Cartagena llamaba a Lenin y le daba clases sin cobrarle. Con el paso del tiempo lo convenció de irse a vivir a la capital y allí fue beneficiario de la beca ‘Quiero estudiar’, un apoyo financiero para estudiantes que no tienen los recursos para pagar la matrícula, por lo tanto la universidad les brinda la posibilidad de estudiar con algunos requisitos. Lea aquí: Las campanas de la Catedral de Magangué volvieron a sonar después de 40 años

Cuando recibió la noticia sintió una dualidad emocional, por un lado, la emoción de sentirse más cerca del sueño que durante años lo mantuvo en vilo y por otro, la nostalgia de dejar el Caribe y a su familia, quienes celebraron en medio de las lágrimas que el joven que durante diez años seguidos no había soltado ni un solo día el violín, pudiera cumplir el sueño de estudiar música.
Al principio la ciudad le resultó desbordada y grande. Vivía en una residencia de universitarios, ocupaba una pequeña habitación y la cocina la compartía con el resto de personas. Era una ciudad ajena y lejana, pero con el paso de los meses le cogió el tiro a la rutina acelerada de Chapinero, una zona atiborrada de estudiantes que se van a vivir a la capital. Inició el pregrado en música con énfasis en violín en la Universidad de los Andes, pero también audicionó y entró a la Orquesta Filarmónica Juvenil, un cupo codiciado por cientos de instrumentistas que quieren pulir su técnica interpretativa del repertorio clásico.
Lo que no se esperaba era que en la universidad le pegara de golpe el racismo y las miradas de menosprecio de otros, pero nada de eso tuvo importancia para él porque “puedo no ser el pelao de más plata, pero sí el que más le mete”, especialmente cuando se trata de levantarse todas las mañanas para alcanzar de a poco el sueño que ya comienza a acariciar. Lea aquí: Dos costeños le siguieron las pistas a un corresponsal picotero de Cartagena

Sabe que su violín es el más económico del mercado, pero es suyo y eso lo hace valioso, además fue el que su mamá le compró con gran esfuerzo para que su primer hijo pudiera cargar orgulloso con el instrumento de cuerda que le sirve como escudo ante los embates de la vida.
Cuando le pregunté por las dos personas que más le inspiraron a seguir el camino de artista, contestó que primero el venezolano Alexis Cárdenas, un magistral violinista que toca joropos, choros, jazz y bossa nova y segundo, indudablemente, su mamá, la mujer que cada día le provee amor y fortaleza.
Lennin está en el último semestre de la carrera, pero sabe que la vida apenas comienza y que si hay algo que tiene muy claro es que va a seguir frotando las cuerdas de su violín no en su habitación, sino en todo el mundo.
