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Cultural

Recordando a Gabo: ¿al periodismo solo puede matarlo él mismo?

El periodismo “siempre parece atravesar momentos difíciles”, ¿pero qué pasa cuando el oficio se mete autogoles según los preceptos de Gabo o de Caparrós?

Recordando a Gabo: ¿al periodismo solo puede matarlo él mismo?

Foto: Ilustración.

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Por Nilson Murgas Cubillos

Especial para El Universal

Hace 27 años, Gabriel García Márquez afirmó que el periodismo era el mejor oficio del mundo. Lo dijo en Los Ángeles, Estados Unidos, Ese 7 de octubre la sala estaba a reventar. Periodistas de toda Latinoamérica hablaban sobre el futuro del periodismo en la 52a. Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, y se encontraron con un Nobel de Literatura remozado que recién había empezado la aventura de presidir la Fundación para un Nuevo Periodismo. Habló largo. Leyó su discurso, en medio de la ovación, y al día siguiente lo que quedó en las portadas, en los cotilleos de los asistentes, en las efemérides del evento, fue únicamente la sentencia, el calificativo latoso y archirrepetido de que... el periodismo es el mejor oficio... Lea: Cinco películas y cinco libros que deberías leer si eres periodista

Lo cierto es que aquella noche Gabo hizo mucho más que acuñar una frase con la que se vende el oficio en las facultades de comunicación y en las salas de redacción. Abrió una ventana que de una labor muchas veces condenada, criticó la inclusión excesiva de la tecnología en el quehacer periodístico y puso el dedo en la llaga en la formación universitaria de periodistas.

“La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de los textos”, dijo. También expuso su metodología predilecta para enseñar cómo hacer buen periodismo. Una metodología que para la época fue criticada por asemejarse más a un grupo de apoyo, a una sesión de tertulia en la que se abordaba el periodismo sin sacralidad; pero que ahora se toma como insumo en la mayoría de escuelas.

Es interesante ver cómo ese análisis del presente y del porvenir del oficio ha derivado en una señal de aviso para las nuevas generaciones. Aquellos retos que plasmó el escritor en su discurso-a veces de apocalipsis, a veces de purgatorio- se han transformado en versiones monstruosas de fenómenos que amenazan nuestra labor. Quizá, por entonces, en aquella noche de 1996, ninguno de los asistentes a la asamblea vislumbraba el gran desafío al que nos enfrentamos en la actualidad. Si la abismal ausencia de “curiosidad por la vida” que percibía el Nobel en los recién egresados de las carreras de comunicación era una razón para la desesperanza, ahora la falta de hondura, la infinita frigidez de los lectores y la necesidad de la espectacularidad en todo parecen ser la piedra angular de la extinción del “oficio”.

“Hay quienes viralizan noticias sobre tetas o la receta de papa de la abuela. Eso es basura”, dijo Martín Caparrós cuando se le preguntó sobre la viralidad en el ForoCAP en 2016, en El Salvador. De eso pasaron ya siete años, y, pese a que no nos guste confesarlo, hoy más que nunca se convive en las salas de redacción, como si fuera un lastre, con el peso avasallador de este fenómeno. Lea: Crónica de un abrazo inesperado

Con una paciencia de Job, cada mañana los editores tratan de entender ese sensacionalismo que Caparrós le parece basura y traducir la intención de consumo de los lectores en contenidos que puedan asegurar la supervivencia de sus medios. Y es que, pese a que el prodigio informático ha llevado la accesibilidad de información a miles de millones de personas a través de la premura de un clic, las grandes historias (que siempre encontraban cierta manera de difusión en la prensa) deben ahora luchar para granjearse la atención de un pequeño grupo que les asegure, al menos, una mínima cuota de pervivencia en la jungla voraz de las tendencias.

Los desvelos y las gastritis y la cólera de los editores, sin embargo, pueden matizarse con los productos de calidad que aparecen de vez en cuando como pequeños oasis de regocijo en desiertos de apatía, pero la lucha con el escepticismo de estos tiempos es una pelea que pocas veces puede darse sin acabar en el psicólogo. Por desgracia, la mentalidad de rebaño con la que nos comunicamos en la actualidad es de una arbitrariedad tan extravagante que hoy todos vivimos en una especie de Efecto Mandela que asume intuiciones, pálpitos, acuerdos colectivos, como verdades absolutas. Lea también: El Ñapita, un personaje que ha dado todo por el periodismo

En el “oficio” cada vez es más frecuente pasar tardes enteras desmintiendo noticias falsas que investigando para un reportaje. El hobby de los lectores contemporáneos en ocasiones consiste en el hábito de la credulidad y la defensa de causas improbables. Por supuesto, siempre está el ejercicio fácil y casi propedéutico de buscar respuestas rápidas en el motor de búsqueda que mejor cale, pero la mayoría de estas respuestas hacen parte del corpus de noticias falsas que, según la empresa de estadística Statis, consumimos el 73% de los colombianos.

Cuando no es la viralidad o las mentiras, al periodismo lo ataca la descomunal segmentación de públicos. Antes, la certeza de encontrar voces diversas que debatieran entre ellas sobre temas de actualidad en el mismo medio era un síntoma de buena salud de la prensa, una garantía de su integridad. Ahora, lo que hace la diferencia parece ser publicar los mismos contenidos para un séquito fiel de seguidores -no de lectores- que permiten pagar los sueldos al final del mes. Pocas veces en la historia se han visto tantos medios con temas de interés tan específicos, como ocurre en el presente. Aunque esta pluralidad es algo elogiable y digno de admirar, la versatilidad de esa ramificación termina por convertirse en una espada de doble filo.

Más que buscar respuestas, o incomodar al poder, los periodistas devienen en una especie de ídolos maniatados, de títeres de medio pelo, esclavos de las audiencias.

Más que buscar respuestas, o incomodar al poder, los periodistas devienen en una especie de ídolos maniatados, de títeres de medio pelo, esclavos de las audiencias.

Muchas cosas pueden añadirse a esas preocupaciones de la nueva generación. Aún faltaría mencionar, por ejemplo, la pregunta por la Inteligencia Artificial, aquel enigma difícil que incluso hoy todavía no hemos podido descifrar; o la vertiginosa transición de formatos en la que estamos navegando. Muchas cosas, he dicho, pero antes quizá de conjurar todas estas (y tal vez las que olvido) es preciso apartarse un poco del drama de las incertidumbres. Sí, tal vez es posible que el panorama no sea alentador, pero el remedio de todos los males que nos pueden aquejar como periodistas se encuentra en el propio corazón del “oficio”. El cepo del adelanto tecnológico y de la sobreabundancia de información nunca competirá con la honradez de no dar todo por sentado y con la práctica constante del arte del discernimiento. No cabe duda que la solución recae en los hombros de los grandes periodistas que han existido, como antes recaía en lo que los filósofos y eruditos llamaban los “hombros de los gigantes”.

Son ellos y su impronta los que dan muestras de que el mejor periodismo ya fue, pero también está por venir.

En parte, el meollo del discurso de aquella velada aludía a la vocación de esos grandes referentes y de los próximos. Esa misma vocación que se emparenta con el rigor olvidado al que debemos acudir con sabia paciencia al hacer nuestro trabajo. Ahora que han transcurrido 27 años desde que García Márquez afirmó que el periodismo es el mejor oficio del mundo es el momento de cuestionarse si en verdad lo es, y entender qué podemos hacer ante los desafíos que aparecen.

Gabriel García Márquez.

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