La música ha estado presente en la historia de Cartagena de Indias, en casi cinco centurias, y no de una forma episódica. Se podría escribir un memorial de sonidos y ritmos de la ciudad, desde antes de la llegada de los españoles, durante la esclavización de africanos, la colonia, la independencia y todo el siglo XX hasta nuestros días. Desde las madrugadas en que los primeros habitantes, los indígenas mocanáes tocaban los caracoles y las gaitas de hueso como señales de humo, llamados, ceremonias, encuentros, duelos o sentidos de fiesta.
Aquellos sonidos de la tribu se los llevó el viento y solo quedan rastros de esa evidencia en los hallazgos arqueológicos de Reichel Dolmatoff en los concheros encontrados de Cartagena en 1954. La música de viento en gaitas de huesos y caracoles fue nuestro primer arribo a la sensibilidad sonora. Luego, llegaron a la naciente ciudad, los africanos esclavizados para la construcción de las murallas y los baluartes, para protegerla de los ataques de piratas y bucaneros ingleses y franceses. Los africanos vinieron en los barcos del tráfico negrero con la memoria de su música y de sus deidades ancestrales. Muchos de ellos de distintas estirpes y orígenes, prefirieron arrojarse al océano que ser sometidos como esclavos. La música fue el antídoto contra la soledad, la esclavitud y la muerte. No traían ningún instrumento consigo mismo, solo la voz y el cuerpo, y en Cartagena de Indias tallaron la madera de los árboles caídos para forjar los primeros tambores. Para que un esclavizado tocara un tambor en aquellos días era un acto de rebeldía y resistencia. Los mercaderes y autoridades militares de España les concedieron el domingo para tocar los tambores. Habían sido despojados de sus propios nombres, de su lengua, de sus dioses, de su cultura, de sus familias y de su tierra. Así que el drama y el sueño obstinado de libertad en América apenas echaba sus raíces. Lea aquí: Así es como la improvisación y la creatividad son las claves de jazz
Los tambores forjados con la piel de los chivos empezaron a vibrar señales de desconfianza entre las autoridades. El tambor no era un simple instrumento musical, sino un medio de comunicación, por el cual se transmitían señales de resistencia y de invocación de la tierra y de las deidades. Desde un principio el tambor en manos de los africanos sufrió el estigma de las autoridades europeas. Ese germen de rebeldía, resistencia e identidad, se mantiene vivo en los contextos sociales y culturales de nuestro tiempo.
Las primeras cuerdas y los primeros pianos los trajeron los europeos. Los pianos atravesaron el río Magdalena, o vinieron en barco desde Europa, para quedarse para siempre entre nosotros. El Primer maestro de capilla del Nuevo Mundo, en Cartagena de Indias, Juan Pérez Materano, publicó su libro “Canto llano y canto de órgano” (1554 y 1560), que podría ser el primer documento escrito sobre la música en la ciudad. Pidió permiso al rey para que le permitiera publicar ese libro, y obtuvo dos licencias para publicarlo. Juan Pérez Materano encantaba a sus fieles en la Cartagena de su tiempo cantando con su bella voz, y la gente quería que siguiera cantando. Y él se quedó cantando entre nosotros hasta que se murió el 27 de noviembre de 1561.
Cartagena ha sido desde siempre, con tensiones dramáticas y políticas, la ciudad al pie del mar que ha conversado de diversas maneras con la música del Viejo Mundo tendiendo un diálogo mutuo, muchas veces interrumpido entre las dos orillas. Los frailes españoles que fueron testigos de las atrocidades de la conquista, legitimando con la cruz lo que se hacía con la espada y el fuego, fueron los primeros en abrir la ventana de las músicas sacras y clásicas europeas en los templos. Muchos de ellos murieron arrepentidos como el sacerdote Fray Bartolomé de las Casas de elegir a los africanos y no a los indígenas en la construcción y defensa de las ciudades. Juan de Castellanos se volvió poeta y cronista después de haber sido soldado. Cuando Juan Pérez Materano en 1537 publicó el libro más antiguo de música del país, sonoridades antiguas habían llegado al puerto desde la errancia de mercaderes, frailes y militares. Lea aquí: Agnusingers: un coro de góspel ha nacido en Cartagena
En el amanecer del siglo XX, tres músicos locales llevaron la música a Nueva York: Ángel María Camacho y Cano, Lalo Orozco y Adolfo Mejía. La subienda de la música era tan grande que Camacho y Caño abastecía con nombres ficticios las autorías de los porros y la música del Caribe para no despreciar los ofrecimientos de las empresas disqueras. En los años veinte del siglo veinte, el jazz era una de las semillas sembradas en el patio cartagenero. El músico Guillermo Espinosa Grau, fundador de la Orquesta Sinfónica de Colombia, se le ocurrió la iniciativa entre 1945 y 1953, de promover los Festivales de Música en Cartagena, a través de la Asociación Pro-Arte Musical de Cartagena. Espinosa Grau logró estudiar en Alemania en 1932 con el director de la Orquesta Filarmónica de Berlín, Julius Prüwer, poco antes que los nazis lo persiguieran y marginaran por ser judío. Espinosa Grau estaba conectado con la música del mundo. En el verano de 1930 fue contratado por dos instituciones italianas para dar conciertos de orquesta. En la Sala Bossi de Milán interpretó clásico italianos, y en Roma, dirigió un programa dedicado a Cherubini, Haydn, Mozart, Borodín, y Rossini.
No es fácil imaginar a Adolfo Mejía hablando en árabe en los portales de la ciudad, descifrando las partituras de la música clásica universal. Fue Adolfo Mejía el primero en lograr que la música popular de Cartagena dialogara con la música erudita. “La música popular también es culta, aunque de una cultura distinta”, escribió Gabo en una de sus columnas de música. Para él, la foto del mundo que más le había conmovido era la de Béla Bartók en la que aparece grabando una canción de labios de una campesina, testimonio sonoro que le sirvió para su obra musical Corderito de María. Mejía logró en 1938 que la cumbia entrara en uno de los movimientos sinfónicos. Y desde aquel año, probó que los músicos podían crear obras clásicas y universales, partiendo de la memoria y la vivencia ancestral cartagenera.