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Cultural

No todos los libros son “moneda” de corruptos, algunos cambian vidas

Unos, como pisapapel; otros, condenados al polvo o usados como moneda de corruptos. Pero, hay libros que entran en nuestras vidas como tsunami en Indonesia.

No todos los libros son “moneda” de corruptos, algunos cambian vidas

Libro Lacrónica de Martín Caparrós (2015, Planeta).

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En mi interior, esa frase fue la gasolina para adentrarme a esos callejones. El afán de que terminara la clase no era por desinterés, sino por el anhelo de ir a su encuentro. Cuando recibí ese halago, decidí que, antes de fumar, comer, montarme en un bus, entrar a mi casa o dejar que esa jornada cesara, tenía que asistir sin aplazamientos a las entrañas del centro de Bogotá, sin que el eco y el lirismo de esa alabanza amainara en mi cabeza.

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Entré ufanamente en esas callejuelas de adoquines trasnochados y grisáceos que solo poseen brillo en pequeños charcos pluviales aficionados a pringar zapatos y botas de pantalón. Caminé por esos recovecos atestados de gamines, lonas con todo tipo de cachivaches y más de un colega de Dimas avizorando su próxima presa. Pero ninguno de esos elementos me distrajo en mi gesta de encontrarlo.

Nada me desconcentró. Ni ninguna cacofonía proveniente del traqueteo de balineras del carrito de un reciclador ni el estentóreo ruido proveniente de un megáfono carrasposo utilizado por un payaso anunciando corrientazos con precios tan módicos que hacían pensar en equinos. No, yo iba impasible a su encuentro. “Tienes talento para escribir, deberías pulirlo con los libros”, desde que el profesor me dijo eso, no había pasado una hora cuando ya estaba viajando sin pasaporte en el país de las librerías de segunda mano.

En medio de una marabunta de malos olores de cigarrillo y alcantarillas destilando vahos nauseabundos, y bajo el manto del esmog y la escasa luz del anochecer, fue un alivio entrar a esa librería con olor a café en donde lo encontré, luego de tanto revisar estanterías y títulos.

Después de un par de estornudos discretos que usaron mi antebrazo como sordina, hallé el libro Lacrónica de Martín Caparrós. No pasó un minuto de hojearlo y leer su índice para identificar que era el objeto deseado.

En lápiz número 2 estaba escrito $30 en su primera página, pero de mi bolsillo solo salieron 15 mil pesos para hacerme con él. Olía a nuevo, sus páginas eran blanquecinas sin desperfectos ni dobleces. Si en esa librería se comercializaba con libros de segunda, tercera y hasta octava mano, ese libro parecía que había sido acariciado con delicadeza y venerado como se debe. Su condición era de media mano.

El fiasco

El comentario positivo de mi estilo al escribir fue hace años, cuando cursé un semestre de una maestría en periodismo en Bogotá. Ni en el colegio ni en el pregrado asistí con tanto ahínco y emoción a cada clase. Despertarme a las 4:30 a. m. para clase de siete un sábado no era un martirio. La gélida agua de la ducha, al igual que la noche agonizante de la madrugada, no apabullaba mi fruición de estudiar, por fin, lo que me apasionaba y me fascinaba.

Y en mi morral siempre cargaba el libro de Caparrós como el evangélico carga la Biblia. No llevaba Lacrónica entre la axila y el bíceps como ellos, pues me vería un poco ridículo y arriesgaba a ser víctima de un Gestas cosquilloso de Transmilenio. Era acompañante de cada trabajo y tarea. Material de consulta para pulir mi estilo, acondicionar la ortografía y la gramática, y aprender, bajo su faro, a encontrar mi ritmo y mi propia manera de hilvanar los filamentos de cada texto. Fui a esa librería y encontré lo que buscaba; sin embargo, me convertí en el verdugo de ese santo grial de 539 páginas.

Tiempo después, culminado el semestre, la vida se dio vuelta y me mostró su amplia espalda con malquerencia. Quedé sin empleo y con mis papás condenados por Datacrédito, quienes cargaban carteles de fuera de servicio como fiadores, no pude seguir estudiando la maestría. Pasaron un par de meses buscando la manera de proseguir, pero fue imposible. Todas las puertas estaban cerradas y no había ventanas ni chimeneas por donde encontrar una solución. Con frustración y una sensación de derrota me embarqué en un avión de solo ida con destino a Cartagena, mientras en ese mismo momento, salía otro avión con un destino desconocido para mí, tal vez, hacia Ushuaia o Kamchatka. Un lugar distante, inhóspito y remoto.

En ese avión con itinerario desconocido e inescrutable solo viajaba un pasajero: mi sueño de ser periodista. Regresé a mi ciudad de origen y me convertí en un buen actor: sonreía a carcajadas, relataba anécdotas en tonos vocingleros y mis ojos brillaban frente a la gente; aunque en mi interior me encontraba anegado de tristeza y depresión, totalmente compungido en un mar de momentos, trabajos, devaneos, personas y eventos totalmente soporíferos. Un interludio que duró dos años.

De manera impasible me convertí en verdugo del libro. No quería saber más nada del periodismo y me entregué a las fauces rutinarias, monótonas y viciadas del ejercicio de lo que estudié: ciencia política. ¿Para qué me servirá revisar las grietas y pegamentos de la escritura de Caparrós en este nuevo y opaco escenario? ¿Para qué era útil conocer de sus peripecias en la selva boliviana, en La Habana o en Hong Kong? ¿Para qué seguir conservando algo que tuvo que haberse ido en ese avión con destino a la fosa de las Marianas? Acto seguido: lo condené al olvido en el último de los cajones de un mueble olvidado y polvoriento.

Martín Caparrós, periodista y escritor argentino.

El reencuentro

Dos años de oscuridad duró soterrado en una gaveta. En una condena de polvo, y a la merced del comején, la humedad y el salitre cartagenero, yació ese objeto naciente del júbilo por los fiascos y fracasos de la vida. Pero, antes de que muriera como una masa de moho, llegó una de las épocas más lúgubres para el planeta, pero una de las más reconfortantes para mí: la pandemia.

En el 2020, luego de años de sentirme frustrado en empleos y situaciones que no me apasionaban, y de sentirme un ser con una vida fletada, vegetando de aquí a allá entre la monotonía, me topé en redes con una publicidad que me animó a volver al aeropuerto.

Asistí al aterrizaje de ese avión que volvía a traer al periodismo a mi vida: la maestría que volví a cursar en la Universidad del Norte. No importó el COVID ni las clases virtuales ni las singularidades pedagógicas. La pasión, de un momento a otro, volvió a revitalizarse en mi interior al volver a escuchar halagos por parte de profesores y compañeros de mi manera de escribir, resaltando que tenía madera para esto. Acto seguido: me puse un tapabocas, no por el virus, sino para evitar la alergia obligada al adentrarme en los áticos y cajones infinitos donde lo había condenado. Lo encontré en el último rincón que busqué, polvoriento y amenazado por los ácaros y las termitas. Al verlo y limpiarlo con los pañitos húmedos de mi perro, me reconcilié con la vida y con mi proyecto de vida.

Ese libro que hace dos años brillaba y era tan diáfano. En el que la lignina y la tinta destilaban ese aroma característico y adictivo, ahora estaba maltrecho. El abandono y la pena de un crimen que no cometió lo convirtieron en un libro vetusto y cetrino. Sus hojas parecían sufrir de varicela o sarampión. Hojearlo fue asistir a un espectáculo mortuorio de un libro con tono jipato y con olor a guardado.

Como forma de reivindicarlo y pedirle perdón, luego de ser limpiado, lo coloqué en el centro de mi incipiente y novata biblioteca de periodismo. Mi nuevo lugar favorito de la casa. Lacrónica como centro de una decena de libros volvió a resplandecer y, con su pandilla donde hay Gabos, Hemingways, un Capote y un par de Taleses, relegó lo que antes servía para mi colección de zapatos, álbumes de mundiales de fútbol y cajas vacías de dispositivos tecnológicos.

Me encanta abrir mi clóset y ver esa escena: ese libro parece Jesucristo rodeado de los discípulos en la última cena de Da Vinci. Lo busqué y veneré como santo grial, luego lo deseché de forma prosaica, y, ahora, es una alegoría inefable del centro de mi ser en donde residen las pasiones, y la mía volvió a ser una sola: convertirme en un gran periodista.

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