El mar pasa por los lienzos de Agustín Rivera, un artista de Cartagena de Indias que vive en el barrio Lo Amador, muy cerca de la pequeña plaza de la Virgencita. Agustín nació el 3 de junio de 1957. Su mar está lleno de pescadores que lanzan la atarraya desde el amanecer y atrapan peces delgados y gigantes, tan parecidos a su desolación y a su espejismo.
A veces sus peces se parecen a sus desamparados pescadores de ilusiones frente a un mar lleno de lágrimas. Porque Agustín pinta la invisible y doliente vigilia de los pescadores que a veces atrapan una pequeña ilusión en sus redes. Y en sus rostros de ébano como recias maderas talladas a cincel, se refleja el mar de Cartagena y el ronco bramido del mar que estalla con su vozarrón de espumas, dejando la señal en la arena de los navegantes y los capitanes cansados al atardecer. Lea también: El nuevo trabajo discográfico de Pabla Flores: un bullerengue para el mundo
También él, con su rostro de madera rociada con la nieve de los años, parece salido de sus mismos lienzos. Agustín, el hijo de Eulalia Martínez y Agustín Carlos Rivera, ha escuchado más profundamente que todos nosotros ese mar que tiene cerca a sus pies. Sordo desde niño aprendió a leer los labios de sus hermanos Edgardo, Walberto y Élida, y el de sus amigos, y con un implante coclear empezó a escuchar la voz del mar y la música que jamás había escuchado, y desde entonces, el sonido jamás escuchado ha sido también uno de sus grandes deseos.

Pintar la voz de las aguas. Retratar el sonido guardado de los caracoles. La voz de las mujeres que hablan como sirenas y cantan como los pájaros. Agustín Rivera fue alumno aventajado de maestros como Pierre Daguet, Pedro Ángel González, Juan Horrillo, Héctor Díaz y Miguel Sebastián Guerrero. Cuando miro sus pinturas pienso en ese gran artista de los mares y sus criaturas: Joaquín Sorolla, pero él mismo me aclara que sus criaturas son las de Cartagena, criaturas del cimarronaje africano, negros y mulatos que están al pie del mar, en canoas y barcazas que viajan hacia orillas y horizontes del Caribe.
En sus pinturas hay marineros, capitanes, pescadores, mujeres y niños, madres bañando a sus niños en el mar, paisajes de alcatraces en los espolones, destellos de luz y sombra de las calles de Cartagena, la cúpula de San Pedro Claver, los árboles envejecidos que están inclinados en el tiempo en lo alto del cerro de San Lázaro a la sombra del Castillo de San Felipe, bodegones y peces a punto de ser atrapados en el entramado de las atarrayas en alta mar. Lea también: Recordando a Cormac MCcarthy: tres libros que no puedes dejar de leer
Ahora está pintando un enorme galeón que tiene una cruz enorme y semeja los galeones que han surcado los mares de nuestra historia. En ese galeón el capitán está a punto de subirse otra vez, sin presentir que el mar es también reino de misterios, batallas y naufragios. El cielo es de nubes de color magenta. No ha terminado de pintarlo cuando alguien quiere poseer esa historia. Y veo en los ojos sorprendidos de Agustín la desenfrenada inocencia de quien pinta desde niño por el inmenso placer de fecundar la belleza con trazos oscuros, terracotas, como si la penumbra durmiera en la soledad de las arenas.

La serie de pinturas que está realizando forman parte de una exposición colectiva que tendrá lugar el 16 de julio en el Palacio de la Proclamación, dentro de la Feria Latinoamericana del Libro de Cartagena. Agustín pinta en el estudio más pequeño que conozco, muy cerca de su casa, en un pasadizo que conduce a un patio sombreado de plátanos. Él no requiere de más espacios que éste para emprender la vieja aventura de soñar e inventar el mundo. Agustín tiene la nobleza de los seres inocentes desposeídos de codicia, consagrados a una firme y sostenida vocación por la figura humana, el retrato, los paisajes marinos, los monumentos de Cartagena, dice que pinta a ojo cerrado el Castillo de San Felipe, y las escenas cotidianas que descubre en las playas de Marbella.
Es muy probable que quien lo ve pasar por las calles de Lo Amador, no conozca el arte de este creador que pinta con la puerta abierta para que la luz de la calle entre a sus pinturas. Pinta con la gente que pasa veloz huyendo de la lluvia y el sol. Viene del profundo silencio de los colores, la levedad de los pinceles, los bastidores con sus lienzos crudos, las espátulas que crean cielos matizados de nubes azules o amatistas. Agustín pinta también esos silencios que lo han tocado mientras está frente al lienzo en blanco. Lea también: ‘El vuelo de El Mochuelo’: la exposición que llegará al Museo Nacional este mes
Al conversar con él descubrimos a un ser sencillo y locuaz que lee literatura, le gusta reunirse con sus amigos y amigas del arte a conversar sobre lo cotidiano y sobre esa Cartagena de las barriadas, con sus historias y sus desvelos, que él descubre con su perpleja pupila de cazador de imágenes. Me dice que lo más difícil de pintar la escena de los pescadores es el instante en que atrapa la sombra de sus cuerpos en el agua, los reflejos, las crestas doradas y plateadas del agua bajo los pies de los pescadores, y la escena del niño sentado en la canoa. En otra escena de sus pinturas, el pescador cuelga su pez casi tan grande como él.

Agustín es sin proponérselo, después de tantos años de arte sin tregua, uno de los grandes y discretos dibujantes y pintores con que cuenta Cartagena. Ha salido de la misma barriada que sabe bautizar sus entornos con uno y dos nombres, salidos de un poema o una canción: Lo Amador tiene además un segundo nombre: El barrio plateado por la luna. Y es que al atardecer y el anochecer el crepúsculo baja del cerro empinado de la Popa y estrella su resplandor en las calles y se mete en su pequeño estudio salpicando de destellos rojizos su cielo a mano alzada.
Pintar es para Agustín Rivera la bella rutina de crear sin límites, es el bálsamo de una pasión inigualable, el instante en que puede levitar a sus anchas, desplegando sus emociones y su sentido de la intuición de las cosas y los seres. Y la mejor manera de sumergirse en el misterio del infinito es pintar un mar sin orillas donde llegan y parten viajeros del mundo, mientras los nativos reparan en los que llegan y se cruzan entre ellos una historia que empezó hace más de quinientos años. El capitán del galeón parece que acabara de vestirse para zarpar en ese viaje sin regreso. En el horizonte se ve la silueta de otro barco que surca los oleajes y se pierde en los oleajes de otro horizonte.
Agustín me muestra pinturas a punto de ser culminadas. En algunas hay una luz de atardecer, una penumbra casi dorada en Cartagena, y en medio de la paleta ocre surgen destellos de oro, la escamas doradas y plateadas de los peces, los cabellos de cobre de la niña, las manos curtidas del pescador aferrado a su cordel, la inmensidad del mar, las luces perdidas en la otra orilla del universo. Es el mar de Agustín Rivera que pasa ahora por sus lienzos. Y él se ríe.