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Memorias: la felicidad de despertarse a celebrar Ángeles Somos

Tiempos aquellos en que nos regalaban en una olla los bienes de la tierra, con los cuales recreamos el ritual comunitario de la mesa de comida compartida.

Memorias: la felicidad de despertarse a celebrar Ángeles Somos

Al terminar la mañana de Ángeles Somos, los adultos ayudaban a los pequeños a preparar el majestuoso sancocho. //Fotos: Cortesía

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Rosita Díaz de Paniagua se empeñó por años en rescatar del olvido una de las más alegres y bellas tradiciones cartageneras, la de Ángeles Somos, y a fe que lo ha logrado. El viernes pasado, 31 de marzo, ha sido declarada “Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación”, en la última reunión celebrada por el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural. ¡Estupenda decisión!

Nunca se me ha dado por averiguar cómo se inició y de dónde sus primeros antecedentes. Decir que viene de España es una generalización que casi no dice nada, ¿De cuál España? ¿De la del norte, de influencia más europea? O ¿De la misteriosa Andalucía, tributaría del mundo árabe y africano? (Le puede interesar: Dos secretos históricos de Cartagena. ¡Conócelos!)

Nadie que no la haya vivido puede imaginarse lo que era aquello: el barrio todo se vestía de fiesta y hasta los más humildes estaban listos para compartir la dicha de los niños.

La que sí tengo fijada en mi memoria es la felicidad que me embargaba al despertar el primero de noviembre. Por varias razones era este un día especial. La primera porque, siendo un día festivo, no había que ir al colegio y se convertía en una anticipación de las maravillosas Fiestas de Noviembre de aquel entonces y de las largas vacaciones de finales de año, que estaban a la vuelta de la esquina.

La segunda, porque mi tía Mercedes y mi tía Olga me vestían muy temprano para ir en su compañía al cementerio de Manga a visitar a nuestros muertos. Ocasión que aprovechaban para encontrarse con viejas amigas, a las que no veían sino en momentos como ese.

Y la tercera, porque, una vez regresaba del cementerio, me quitaba la ropa elegante, para convertirme en un ángel recién llegado de los cielos, en medio de esa maravillosa fiesta barrial que era la de Ángeles Somos. Nadie que no la haya vivido puede imaginarse lo que era aquello: el barrio todo se vestía de fiesta y hasta los más humildes estaban listos para compartir la dicha de los niños. (Lea aquí: William Ospina tras el sendero de Humboldt en su nueva novela)

Si mis recuerdos no me traicionan salí por primera vez a la edad de ocho años, con mi hermano Alcides, que me llevaba tres años y con Davi, al que yo le llevaba uno. El resto de la tropa estaba integrada por otros tres amigos y la única niña, Patricia, que siempre participaba de nuestros juegos.

Desde el día anterior teníamos nuestras pocas herramientas: un palo de caña brava de tres metros de largo y una olla vieja, que nos prestaba Miquelina, nuestra vecina, más buena que el pan. La olla la llevábamos colgando del palo y era el divino recipiente en el que colectaríamos la cosecha del día.

Tiempos aquellos, llenos de poesía y candor comunal, en que nos regalaban en una olla los bienes de la tierra, con los cuales desde muy pequeños recreamos el milenario ritual comunitario de la mesa de comida compartida y aprendíamos el valor de la amistad sin egoísmos.

No sé cuántas calles caminábamos ni cuantas puertas tocábamos. Lo que sí puedo afirmar es que eran muchas. Íbamos de puerta en puerta, en un recorrido que nos tomaba toda la mañana. Tampoco logro acordarme si llevábamos los zapatos puestos. Es probable que no, que los hubiéramos dejado escondidos en casa de Miquelina.

Ahora bien, lo otro que sí recuerdo con mucha claridad es la emoción del momento cumbre, aquel cuando la señora de la casa se asomaba a la puerta y nosotros comenzábamos a cantar:

Ángeles somos, del cielo venimos

Pidiendo limosna para nosotros mismos

Pan y vino para Marcelino

Pan y ron para Marcelón

Si nos recibía con una dulce sonrisa y nos regalaba una yuca o un ñame o un plátano o una buena presa de carne –aunque parezca increíble, todavía se podía regalar esta última- cantábamos:

Esta casa es de rosas, donde

Viven todas las hermosas

Pero, solía suceder que en una de las tantas viviendas nos recibieran con gestos destemplados –de todo hay en la viña del Señor- y no nos regalaran nada... entonces tomábamos venganza y cantábamos a todo pulmón:

Esta casa es de agujas

Donde viven todas las brujas

¡Y pegábamos a correr!

Como si fuera ayer: ¡Cuántas risas, cuántas carcajadas! Cuánto nos divertíamos, mientras hacíamos nuestra correría. Al terminar la mañana, íbamos al patio de nuestra casa –casi todos teníamos, aún los más humildes, un patio- prendíamos el carbón de leña, poníamos la “sagrada” olla, y la tía nos ayudaba a preparar el majestuoso sancocho, producto de ese día en que niños y niñas regresaban del cielo convertidos en ángeles para pedir limosna para ellos mismos y llenaban el barrio con sus cantos y su alegre algarabía. (Lea aquí: Náfer Durán, el juglar que le canta a las historias pueblerinas)

Tiempos aquellos, llenos de poesía y candor comunal, en que nos regalaban en una olla los bienes de la tierra, con los cuales desde muy pequeños recreamos el milenario ritual comunitario de la mesa de comida compartida y aprendíamos el valor de la amistad sin egoísmos.

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