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Cultural

Mi hermano Juan, por Alfonso Múnera

El escritor Alfonso Múnera dedica una carta al historiador español Juan Marchena, quien falleció el pasado 10 de octubre.

Mi hermano Juan, por Alfonso Múnera

Juan Marchena, historiador español fallecido. // Foto: Aroldo Mestre.

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Hoy, varios días después de su muerte inesperada, estoy en mi estudio escuchando “Panamá” de Cachao. Es un poco más de las 5 de la tarde, esa hora del Caribe cuando la luz es la más bella luz de la tierra, y por esas asociaciones inevitables y graciosas he recordado a mi hermano Juan Marchena, a su llegada a esta ciudad hace ya casi 30 años para asistir como ponente al primer seminario internacional de estudios del Caribe. Recuerdo que esa noche nos fuimos a “Quiebracanto”, un legendario bar de salsa. Nunca olvidaré que cuando sonó “Panamá”, yo le dije que era una de las canciones más bellas del mundo, y él entonces comenzó a hablarme de Cachao y sabía todo sobre este gran músico cubano. En realidad, hay muchas cosas que a uno lo impresionaban de Juan, pero entre ellas estaba esa, la de saberlo todo y al mismo tiempo ser el amigo más sencillo, fraterno y generoso con el que podía uno tener la fortuna de tropezarse. Lea también: Conozca a los cartageneros que descubren asteroides mientras la NASA los ataca

Conocí a Marchena en el verano de 1986, es decir hace ya 36 años, en Sevilla, esa ciudad que él tanto amó y, como suele suceder, tanto odió. Había leído su estupenda tesis de grado sobre las instituciones militares en Cartagena de Indias, mi ciudad, y tenía muchas ganas de conocerlo, de modo que me fui a buscarlo a la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, en la que él se encontraba a diario trabajando en un proyecto con la Universidad de la Florida, al mando de un grupo de jóvenes investigadores y alumnos suyos. Allí lo vi por primera vez, y lo que me hace sonreír cada vez que lo recuerdo es la impresión que me produjo: nunca conocí a nadie que se pareciera tanto a la imagen que el ilustrador Gustave Doré creó para representar al más famoso y bondadoso de los aventureros que han poblado la imaginación de los seres humanos: nuestro Don Quijote de la Mancha. Alto y delgado como él, descuidado y ajeno a las cosas materiales de la tierra como él, y con un pelambre y un bigote, que daban la impresión de que Doré lo hubiera utilizado como modelo para su legendario dibujo.

1991

arrancó un programa de cooperación organizado con la Universidad de Cartagena.

Y como Quijote revivido se ha paseado por América latina. Lo que Juan ha logrado en décadas de trabajo espléndido y generoso ha sido de un valor inconmensurable para las universidades latinoamericanas. No sé cuántos de sus estudiantes y profesores desde la Patagonia hasta la Guajira pudieron ir a Europa a cursar estudios de doctorado y maestría gracias a su tenacidad e inventiva. Lo que sí sé es que fueron muchos. Con la Universidad de Cartagena organizó un programa de cooperación que arrancó en 1991 y del cual se han beneficiado no menos de 30 estudiantes, con becas para programas de posgrado; estudiantes, además, que no hubieran podido jamás avanzar en sus estudios, por la sencilla razón que eran de condición extremadamente humilde. Pero ahí no acaba la cosa: no tengo el dato preciso de cuántos profesores -alrededor de 15 en todo caso- hicieron estudios de maestría y de doctorado en las distintas universidades de Andalucía gracias a los acuerdos firmados en Cartagena en 1992 por todos los rectores de las universidades andaluzas. Juan se inventó todo esto. Se trajo no sólo a los rectores sino también a las autoridades en materia de educación de la Junta de Gobierno de Andalucía. A partir de ese momento, estuviera donde estuviera, en la Universidad de Sevilla, en la de la Rábida, en la Pablo Olavide, ha estado siempre gestionando dineros, creando proyectos, viajando a Madrid, una y otra vez, para conseguir los recursos que han permitido año tras año tener siempre estudiantes y/o profesores de nuestra universidad becados en España. Hoy, tres décadas después, tenía allá, con él, a una de nuestras estudiantes de historia de más humilde origen. Nadie se puede imaginar todo lo que él estuvo dispuesto a hacer con tal de que obtuviera no sólo su título doctoral sino una vida nueva.

Habría que preguntarse también cuántos profesores de España vinieron a Cartagena y participaron en diálogos enriquecedores con académicos colombianos gracias al entusiasmo de Juan, gracias a sus gestiones. Decenas han participado en el Seminario Internacional de Estudios del Caribe que se realiza cada dos años en nuestra universidad, y otros han venido a intercambios muy provechosos a otras facultades como medicina.

Yo fui su socio en todas estas aventuras: jamás nos ganamos un peso, ni siquiera bajo los pomposos títulos de directores o coordinadores. Lo hicimos a lo largo de tres décadas por el placer de hacerlo, pero, además, por el disfrute de enseñar nuestra historia y para tener un pretexto que nos permitiera encontrarnos en Cartagena o en Sevilla, año tras año. Nunca olvidaré aquella Semana Santa sevillana que pasamos juntos, y, sobre todo, la mirada de asombro de mi hija Laura, con apenas 8 años, oyendo a Juan contarle las historias maravillosas de la Virgen de Triana, al momento en que la traían por el viejo puente sobre el Guadalquivir que une su barrio con la otra parte más antigua del Arenal.

Antes de terminar esta breve e incompleta nota, me voy a referir a otras dos facetas de Juan, que sería imperdonable dejar de mencionar: la primera es a sus invaluables contribuciones a los estudios de la historia de Cartagena de Indias: han sido múltiples y brillantes. Él nos enseñó que todos sus instantes de grandeza y sus largos, casi inacabables, períodos de decadencia estuvieron ligados a su vocación defensiva de un imperio de ultramar que se derrumbaba sólo, en una larga agonía signada por la debilidad de sus instituciones. Su estructura económica, sus redes de comercio y vida cotidiana, todo tan estrechamente ligado a su función de bastión defensivo de los reinos de la plata y del oro de la América del sur, fueron atisbados en algunos casos y estudiados en profundidad en otros por Juan.

Hace ya algunos años la Universidad de Cartagena, que no tiene el hábito de conceder doctorados honoris causa, decidió, con la aprobación unánime de todos sus directivos, otorgárselo a Juan Marchena en el campo de las humanidades.

La segunda, que mantuvo en secreto y sólo para el disfrute de sus amigos, era su condición de literato. Leí una colección de cuentos y una novela formidables que él, por razones que nunca supimos, no quiso publicar. Creo que a Juan más que la historia le gustaba la literatura, y más que leer historia leía novelas y cuentos. Conocía mejor que nadie en España la literatura latinoamericana y tenía la enorme capacidad de mantenerse al día con lo que se publicaba por los jóvenes escritores.

No sé cuántas noches pasamos juntos en su apartamento de Sevilla, tomando ron del Caribe, y yo leyéndole en voz alta fragmentos de su novela, en la que don Pedro, el personaje principal, se paseaba por la América conquistada.

Hace ya algunos años la Universidad de Cartagena, que no tiene el hábito de conceder doctorados honoris causa, decidió, con la aprobación unánime de todos sus directivos, otorgárselo a Juan Marchena en el campo de las humanidades. En esa ocasión me tocó a mí el honor de introducir a Juan a tal distinción y recuerdo haber dicho, entre otras cosas, refiriéndome a él, que “nunca nadie venido de otros territorios había contribuido con tanta generosidad, en los casi doscientos años de historia de esta venerable institución, a la formación de sus estudiantes y profesores, ni nunca nadie venido de la vieja España había mostrado tanto celo y amor por su otra Cartagena de ultramar”: No sólo había estudiado su historia con devoción, sino que, además, se sentaba en sus parques y plazas y, como otro cartagenero más, pedía siempre un roncito de Tres Esquinas, escuchaba con fervor los viejos sones de las Antillas, comía con alegría los fritos de la tierra y discutía sobre sus asuntos cotidianos con la misma pasión de sus amigos de esta ciudad caribeña que tanto lo quisimos y tanto disfrutamos de su presencia y de su sabiduría. Hoy, sobrecogidos por la noticia de su muerte, nada mejor que recordarlo tarareando en la maravillosa plaza de Fidel, a la que siempre volvía, las canciones de la vieja salsa.

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