Por: Eduardo Serrano - Especial para El Universal
El maestro Alejandro Obregón cumplió 101 años y aunque han sido numerosos los homenajes que se le han prodigado con motivo de su centenario, perdura la sensación de que no se ha dicho todo sobre su significado en la historia de Colombia, que todavía hay mucho por decir, mucho que desentrañar para realmente conocer al artista y comprender su obra a plenitud. En el año transcurrido desde su centenario, la apreciación de su pintura ha crecido exponencialmente al igual que su costo, y la persona de Obregón ha empezado a constituir una especie de héroe intelectual debido a la sabiduría que emana no solo de sus obras, sino de su persona, de sus pensamientos, sus convicciones y actitud.
La unión entre Obregón pintor y Obregón ser humano es realmente inseparable puesto que aun en sus pinturas de intención más objetiva, como sus naturalezas muertas y violencias, hay facetas del artista que terminan fielmente retratadas. Baste mencionar el ímpetu, la pasión, tanto en su vida como en su obra, como prueba de que el artista y su pintura son uno solo. Lo mismo al óleo que en acrílico, y lo mismo en sus trabajos más expresionistas como en los más callados, son sus valores, convicciones, intuición y sensibilidad social, lo que imbuye como un soplo creador, todos los sujetos. (Le puede interesar: El cuadro de Obregón que terminó con tres disparos)
Y si todas sus obras revelan algún aspecto de la individualidad de Obregón, con más razón los autorretratos son trabajos que transparentan al artista, puesto que protagonista y autor se funden en una misma persona para combinar, el estudio de los rasgos físicos con el psicoanálisis, de manera no solo de poder plasmar un admirable parecido (a veces pienso que Obregón podía autorretratarse con los ojos cerrados), sino profundos aspectos emocionales, estados de ánimo y síntomas de personalidad. Además, Obregón se representó encarnando sus héroes, ya que se reconocía en sus valores y, por lo tanto, sus autorretratos son realmente representaciones subjetivas en las cuales el artista se viste con los atributos del ídolo, y al hacerlo, no solo le rinde un homenaje, sino que evidencia sus propios ideales, propósitos, y también su vanidad.
Sería sin duda el hecho de autorretratarse como Dédalo, el héroe griego el que parece condensar más ampliamente al Obregón acertado, seguro de sí mismo, convencido de su talento y presto a medirse contra todos los retos que el mundo o la vida le presentaran. Dédalo fue un personaje reconocido por su habilidad técnica y su infinita recursividad, y también Alejandro Obregón se consideraba competente, apto, ingenioso, capaz de cualquier hazaña, inclusive –digo yo– de enhebrar una aguja pasando por el espiral interior de un caracol como lo hizo su modelo mitológico.
A pesar de toda la información sobre el pensamiento del maestro que puede extraerse de sus obras, permanecen muchas sombras sobre sus razones y carácter. En un ser como Obregón, las dimensiones de sus rasgos y talante son infinitas, razón por la cual resulta tan oportuno y elocuente el libro Obregón, un legado eterno, de Fausto Panesso, biógrafo autorizado del maestro, en el cual el propio artista revela en forma directa sus pensamientos. La mayor parte del texto transcurre a la manera de una entrevista ininterrumpida y perfectamente hilada, llevada a cabo durante años de acercamiento entre el pintor y el autor, y en ella Obregón se desnuda y da sentido a muchas de sus afirmaciones y actuaciones tanto vitales como pictóricas. (Lea además: Cuatro episodios con Alejandro Obregón)
La amistad del escritor y Obregón era bien conocida y había quedado acreditada en varios de sus otros libros sobre el maestro, pero este texto póstumo no solo muestra al Obregón audaz, arrollador y decidido a conquistar el mundo que todos conocimos, sino también al Obregón filosófico, reflexivo, argumentativo y poético.
El libro reafirma en las palabras del maestro lo que todos sospechábamos: que la emoción y la libertad eran dos términos imprescindibles para penetrar en el meollo de su arte. Pero, además, informa cómo llegaba a sus temas, cómo cambiaba de contenido cuando el anterior lo sabía de memoria, de la importancia de la intuición, de su afán de contradicción, de sus fobias y lealtades, en fin, de todo aquello que tanto para el Obregón pintor como para el Obregón ser humano, era significativo.
El maestro enumera 21 principios de su vida y de su arte, por ejemplo: “Hay que decir siempre la verdad... pero como si fuese una mentira, o sea con mucha imaginación”, o como “No hay que pintar lo que uno ve, sino lo que uno sabe”, permitiendo al lector zambullirse en el credo de su vida y de su estética e induciéndole a volver a mirar su producción con las nuevas claves que el artista deja entrever en su monólogo.
Obregón, un legado eterno es un libro propicio para profundizar sobre la obra y el significado del maestro en estos comienzos del segundo siglo de su leyenda, puesto que permite bucear en el mar de sus pulsiones, raciocinios y sentimientos, para adentrarse en las razones de sus logros y en las peculiaridades de su personalidad.
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