A Juan Cruz le tocó un privilegio que es un poema encarnado: llevar a Jorge Luis Borges a sentir la luz de la cúpula de vitral del hotel Palace de Madrid, donde se hospedó cuando vino a recibir el Premio Cervantes de Literatura.
Crucé el Atlántico en un largo viaje desde Cartagena de Indias a Madrid, y uno de mis deseos fue estar bajo esa luz al atardecer. Me llevó Dasso Saldívar. Mientras bebíamos café evocábamos cómo pudo ser aquel instante.
La luz derramó su oro y Borges presintió el amarillo desde la otra luz de la ceguera. La luz se inclinó sobre el tiempo, mientras los visitantes de la tarde bebían pausadamente un café o un vino y los colores se dispersaban por el aire, como el agitado plumaje de un ave del arco iris. Todo brillaba allí, intacto como aquel atardecer de bastón de nácar y manos lentas aferradas a la suave madera. Todo allí, imperturbable, gravitaba en su propio resplandor de hemisferios que juegan a la aurora, al mediodía y al ocaso.
Juan Cruz cuenta que además de pasearlo por el corazón de Madrid y llevarlo a probar los manjares del reino, Borges le pidió que le ayudara a cerrar su maleta. Pero qué curioso. Le sugirió que dejara un intersticio abierto para que respiraran las camisas.
Apoyado en aquel bastón tallado, Borges recordó en Madrid las vigilias de Cervantes para escribir su novela en la que su protagonista, casi de su misma edad, batallaba contra la desesperación y la soledad en los senderos de la Mancha. Borges recordaba los caminos perdidos de los cafés en donde estuvo siendo muy joven y tuvo, al despertar en Madrid, la rara sensación de ser un habitante de la metáfora, un peregrino del azar que los dioses tejen con la geometría de los sueños.
Borges cruzó el verano para encontrarse con la primavera.
Su corazón latía bajo el resplandor de la cúpula. Cuando la luz dorada tocó sus párpados, algo de la nostalgia del amarillo volvió a despertar en su memoria.
Hace poco María Kodama contó que cada vez que Borges se emocionaba, cerraba los ojos. En lo alto de su emoción siempre cerraba los ojos para descubrir el más íntimo resplandor de los ángeles.
Así que, bajo la cúpula de Madrid, Borges, ciego, cerró sus ojos para sentir la luz más allá de la sombra.