Como la climatología es así de caprichosa, el día elegido para charlar con Woody Allen sobre Día de lluvia en Nueva York (50ª película en su filmografía), llovía en San Sebastián (España). Allí ultimaba el rodaje de otra cinta, provisionalmente titulada Rifkin’s Festival. El cine, la vida, la muerte, el fracaso, el sexo, la nostalgia, Bergman, Trump, Shakespeare..., de todo ello se habló durante casi una hora.
De las cuestiones más espinosas apenas se pudo. Su publicista personal había avisado: nada de preguntas sobre el contencioso legal entre Allen y Amazon. Además no se mostró muy locuaz el director cuando se le preguntó por su estado de ánimo tras las reiteradas acusaciones de abusos sexuales lanzadas contra él por Dylan Farrow, hija adoptiva suya y de su expareja Mia Farrow. Los supuestos hechos se remontan a 1993, cuando tenía siete años. Allen fue objeto de una larga investigación y finalmente exonerado. Nunca ha sido condenado por este asunto.
Adora los días de lluvia, ¿por qué son mejores los cielos nublados que el sol?
“Porque la luz es más bonita. Y porque creo que en esos días las personas piensan más desde su interior, desde su alma. La mía es un poco triste... y si abro la ventana por la mañana y hace sol, me resulta desagradable. En cambio, encuentro que las ciudades son hermosas bajo la lluvia. París, Londres, Nueva York, San Sebastián son muy bonitas..., pero si llueve son mágicas. En mis películas lo importante sucede casi siempre cuando llueve. Pero quienes invierten en ellas se quejan de que es caro rodar con lluvia. Sobre todo porque, cuando quiero hacerlo, casi nunca llueve y tenemos que fabricarla y usar cisternas. Yo a veces llamo a Dios para que haga algo, pero nada, ni una nube”.
¿Hay nostalgia en esta película?
“Desde luego que la hay, está llena de ella, y otras mías, lo mismo”.
La nostalgia, ese monstruo..., ¿o la nostalgia,
ese bálsamo?
“La nostalgia, esa trampa. Camus habla de ella como una trampa seductora, y yo caigo en ella constantemente, sobre todo cuando hablo de Nueva York. De niño, era una gran ciudad. Yo diría que lo fue hasta finales de los años cincuenta. Entonces empezó a modernizarse de un modo que no me gusta mucho, lugares nuevos y feos ocupando el sitio de lugares antiguos y deliciosos, tiendas de caramelos que desaparecían, el tráfico que empezó a empeorar... y al cabo de cierto tiempo, mucha delincuencia. ¡Y hoy la plaga son las bicicletas! Van por la acera, te asaltan, se saltan el semáforo en rojo, es una locura. Nueva York no es lo que era”.
¿Diría que observar y diseccionar a personajes en crisis como el de su nueva película es una de las especialidades de la casa Allen?
“Pues sí. Los necesitas para el drama. Personajes en situaciones críticas. Mis personajes siempre tienen una crisis emocional. Los que no la tienen, para mí no son interesantes, ni divertidos. No me interesa la gente habitual si no la gente con problemas. Sobre todo, emocionales”.
¿Por qué cree que la duda carece de todo prestigio? ¿No cree que eso tiene un impacto negativo en la educación de nuestros niños?
“Seguro, y eso sí que lo conozco bien. Es más, hoy estamos asistiendo a la muerte del artista. Eso es triste. El artista hoy tiene miedo de arriesgarse en lo que hace y en lo que dice porque tiene miedo de las consecuencias. Lamentablemente, en mi país, si fracasas, no hay mucho margen. En Estados Unidos no hay tolerancia frente al fracaso. Y es terrible enseñarles eso a los niños. Hay que estar dispuesto a fracasar, y más en mi profesión. Te secarás como ser humano si vives toda tu vida temeroso de fracasar. Esa es una manera terrible de vivir”.
¿Considera que esa situación es aún peor ahora que su país lo dirige un tiburón de los negocios?
“Está claro que al presidente no le gusta fracasar ni reconocer sus fracasos. Pero en general este es un síntoma claro de la cultura de estos tiempos. Nadie quiere decir algo así como ‘Vaya, tuve una idea, pero no fue una buena idea’. Y eso no ayuda ni al hombre cotidiano, ni a los artistas, ni a los niños, ni al presidente. El fracaso es degradante, y eso es una lástima”.
La ironía es una de las armas más poderosas en su cine. Pero ¿no cree que está en desuso?
“Hay una gran parte del público que quiere mensajes muy claros: a qué te refieres, qué es lo que defiendes..., pero hay otra parte –más reducida– que es muy sofisticada y que no espera que abandones la ironía. Grandes cineastas a lo largo de las generaciones, como Buñuel o Bergman, han tenido buen público, no muy grande, pero sí bueno, a pesar de que sus películas son complejas y muy abstractas”.
Cuando escribe y cuando rueda..., ¿le es más difícil poner o quitar?
“Me es más difícil poner. Es que crear algo es muy difícil. Bueno, si estás acostumbrado, no tanto. Hay personas que saben dibujar genial, te hacen un dibujo perfecto de un caballo. Yo soy incapaz. Pero ellos te dicen: ‘¡Si es muy fácil!’. Pues a mí me pasa lo mismo con las películas: puedo hacerlas. Y la gente las ve y piensa: ‘¡Qué difícil debe de ser!’. Pero, si te dedicas a ello, no lo es, o no lo es tanto”.
La realidad es demasiado triste y demasiado dura, y por eso sigue inventando historias a sus 83 años. ¿Le vale como juicio?
“Claro, porque la ficción es mucho mejor que la realidad, sin comparación. La realidad es una pesadilla. La ficción la puedes controlar. Puedes hacer que los personajes estén tristes o contentos, puedes poner una música preciosa, pero en la realidad no controlas nada. Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.
La realidad no ha sido especialmente cómoda con usted en los últimos tiempos... Me refiero a las acusaciones de abusos sexuales lanzadas en su contra. Me gustaría saber qué impacto ha tenido todo este asunto en su estado de ánimo. Cuando haga balance de su vida, ¿cuánto y cómo cree que pesará todo esto?
“Mire, echo la vista atrás, recuerdo mi vida y me siento como alguien tremendamente afortunado. Lo he sido siempre. He tenido buena salud. Tengo una mujer maravillosa. Hijos. Trabajo en algo que me encanta, adoro hacer películas y obras de teatro. Toco con mi banda de jazz por todo el mundo. Soy un afortunado y nada ha obstaculizado esa fortuna; tampoco todo esto que ha pasado, que es un error y una injusticia. Es una situación que está fuera de mi alcance, así que procuro concentrarme en mi trabajo y en mi familia. Pero eso no me impide pensar que la vida es una experiencia triste”.
¿Cómo hace para tratar tanto y tan intensamente el tema del sexo sin mostrar escenas de sexo?
“No hace falta mostrar sexo para hablar de sexo, como no hace falta mostrar violencia para hablar de la violencia. La violencia puede ser artística y dramática, maravillosa, fíjese en Bonnie & Clyde. El problema es que directores sin talento la sacan a pasear una y otra vez y se piensan que son Scorsese, pero no, no son Scorsese. Lo mismo pasa con el sexo. Si lo exhibes, deja de ser dramático. Yo no quiero infravalorar la inteligencia del público, asumo que estoy hablando de sexo a gente inteligente”.
¿Qué le ha faltado para la felicidad completa?
“¿Felicidad? Nadie de nosotros entiende las circunstancias en que venimos a este mundo. La vida carece de sentido. Sabes que vas a morir. Que la gente que quieres va a morir. No me gusta. Así que la felicidad...”
El pesimismo y el realismo. Es que todos acabaremos en el mismo sitio, y eso es horrible.
“En mi película Stardust Memories todos los trenes tenían el mismo destino. Era trágico. Pero prefiero pensar que he sido un afortunado. He hecho lo que me ha gustado y encima me han pagado por ello”.
¿Qué le provocan palabras como posteridad, legado?
“No me interesa mi legado, no me interesa lo que hagan con mis películas cuando ya no esté, como si las tiran al mar. Una vez que estás muerto, estás muerto. Se acabó. Hay gente a la que sí le importa la posteridad. A mí me importa un pito. Y estoy seguro de que lo mismo le pasaba a Shakespeare”. .