Tiene la estampa de un seminarista juicioso, bien peinado, pulcro, impecable, y una sonrisa de muchacho jovial que sonríe cuando lo saludan al salir de su concierto, pero hay que ver el rigor con que asume su destreza de pianista inprertando a Bach. Antes de entrar a la capilla del Santa Clara, pidió a los organizadores que no aplaudieran los preludios y fugas de su concierto, sino hasta el final. Un aplauso podía perturbar la unidad matizada de su conciertto Preludio y Fuga en do mayor del CBT 1, BWV 846 de Bach. Pero sobre todo, un aplauso podía perturbar al mismo Bach. Es que este concierto La armonía de la razón, es la conversación de Bach con las infinitas formas del silencio. Cuando Wíkingur Ólafsson se sentó frente al piano ya estaba dentro de un profundo silencio sagrado, casi rozando las alas de los ángeles, y al estar frente a la partitura, ya tenía grabada milimetricamente cada movimientro de la obra de Bach. Los intersticios entre un preludio y una fuga, eran su mano suspendida entre la música y el vacío, o mejor, la provocación del silencio más allá de la música.
Su mano delgada, en vilo, a punto de volar, entre el teclado y el aire. Qué rigor. Qué excelencia. Qué joven maestro. Sabio en su interpretación y en su devoción de su obra elegida. Es que desde antes de nacer, la música ha sido su embrujo mayor y el piano, esa compañía anticipada que la madre acariciaba poco antes de nacer él, augurando su destino genial. Además de todos los honores, nos sorprende su inmensa sencillez y su calidez humana. Estuvo de pie firmando su álbum Johann Sebastian Bach, que firmó a cada uno de los asistentes que crearon una fila de devoción cerca al artista, y él tuvo la inmensa paciencia de firmar con un marcador azul y gris en la portada de su álbum. Tuvo paciencia para hacerse una foto con un grupo de mujeres hipnotizadas por su aureola de joven genio de la música. Lo es. Y para serlo ha tenido que madrugarle a la esperanza más de la mitad de los 34 años que tiene, desvelándose en la pasión por las sinfonías de ese señor genial que era Bach, que no solo se pasó la vida conversando con los ángeles en las iglesias, y susurrándole a Dios unas fugas y unos preludios celestes, sino que además, como bien lo dijo Juan Carlos Garay, compuso unas sinfonías que parecen catedrales de sonidos, a veces, livianas, densas, herméticas, abstractas, sagradas como todo lo bello que se hace con la excelencia del corazón, y sobre todo, con una belleza que el tiempo no ha podido arrasar. Bach de tanto descifrar la belleza , perdió la visión. Con la matemática de la poesía hizo toda su música. Ver ahora las manos de este joven sobrte el teclado, siguiendo cada nota que ha guardado en la partitura de su memoria, es una lección de arte tras la perfección. Después de más de una hora de concierto, la mano de Víkingur se elevó en el aire para insinuar el final, y mi amigo y vecino de silla, Jaime Cortissoz se sacudió en silencio pensando con tanta fuerza que escuché su voz: ¡Coño! ¡Después de tocar el cielo de Bach ¿por qué no tocas la cumbia La pollera colorá? Sin duda, Víkingur habia tocado el cielo de Bach con tanta maestría, con tanta pasión, que lo que podría venir era exactamente la geometría del agua o del silencio. El aleteo de una pollera bailoteando con la brisa,
Interpretar la obra de Bach es una hazaña deslumbrante: oro y blanco oscilan como colores en su obra. El dorado que asciente a la plenitud de las formas, a la consagración divina, y el blanco, esos silencios interpelados, profundos, enigmáticos que van del corazón a las alturas inauditas del cielo. Bach despierta en la yema de los dedos de Víkingur.