Cuando cae la tarde del 7 de diciembre, algo pasa en Colombia que no ocurre en ninguna otra parte del mundo: las calles se vuelven altar, las fachadas se transforman en farolitos y la gente -creyente o no- sale a encender una velita con su familia o amigos, para agradecer y pedir por el año que se va y el nuevo que llega.
Ese ritual, tan íntimo y tan colectivo a la vez, fue heredado de la religión, moldeado por la cultura y adoptado por generaciones que quizá no sepan con exactitud de dónde proviene una de las costumbres más queridas del país, pero sí sienten el peso de su significado emocional.
La historia de la noche de velitas se remonta a 1854, cuando el papa Pío IX promulgó la bula Ineffabilis Deus que declaró como dogma el concepto de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Esa noche, en Roma, muchos encendieron velas para celebrar la noticia. Esa declaración -que parecía destinada a quedarse en los libros de teología- detonó una vigilia global en vísperas del 8 de diciembre. Los fieles encendieron velas como símbolo de luz y pureza; sin embargo, en ningún país ese gesto se arraigó tanto como en Colombia. Aquí, con el paso de los años, la vigilia dejó de ser un acto de templo y pasó a la calle, donde encontró su mejor escenario: la acera, el andén, la esquina donde los niños y niñas esperan a que se derrita la primera gota de cera. Lea: Este será el recorrido de la Cabalgata de Velitas en Cartagena
La tradición se acomodó pronto a la sociabilidad criolla. Encender la primera velita dejó de ser un gesto solitario y se volvió excusa para reunir al barrio, la magia de esta noche radica en su capacidad de mutar sin perder la esencia. Las velitas ya no son solo para la Virgen: sirven para pedir deseos, recordar ausencias, agradecer o soñar. Algunas familias encienden 12 velas, una por cada mes del año que termina, otras adornan con faroles de colores y muchos aprovechan la oportunidad para reunirse, compartir natilla, buñuelos, chocolate… y comenzar a sentir que lo que viene puede ser distinto, prender una llamita de esperanza que inaugura, sin necesidad de ceremonias oficiales, la temporada más emocional en el calendario.
Pero lo más curioso de esta celebración no es su origen, sino su evolución. Mientras en otros países la víspera de la Inmaculada permanece como un rito estrictamente religioso dentro de un templo, en Colombia la fecha creció hacia tres direcciones a la vez: devoción, fiesta popular y motor económico. Es, quizás, el único ejemplo donde este gesto litúrgico derivó en un evento cultural tan masivo.
El país aprendió a iluminarse, y lo hizo a lo grande. Medellín y Bogotá, por ejemplo, transformaron aquellos alumbrados modestos que comenzaron en los años 50 en espectáculos urbanos que hoy atraen miles de visitantes de todas las regiones. En el Caribe, la noche de velitas se vuelve fiesta: villancicos en la calle, cabalgatas iluminadas, pólvora sobre el cielo colorido del amanecer, faroles encendidos en las terrazas y café con leche caliente.
De región en región, la celebración cambia de forma pero no de alma. La luz, la familia, la memoria y la esperanza siguen siendo el centro. Esa llama dejó de ser un gesto únicamente religioso y ahora es identidad. Cada diciembre, ciudades y pueblos levantan verdaderos relatos visuales con figuras gigantes, pesebres, ríos de bombillos y paisajes completos de luz que cuentan historias.
El fenómeno no es solo simbólico, es real, medible. De acuerdo con un informe del diario La República, Colombia produce cerca de 400 millones de velas al año, y más de la mitad se vende en diciembre, las ventas relacionadas con la temporada navideña generaron ingresos de cerca de 70.000 millones de pesos en 2022. El 7 y 8 de diciembre representan su propio pico comercial: fábricas, pequeñas cererías familiares, vendedores ambulantes y supermercados viven en esas 48 horas una de sus temporadas más fuertes. La velita que se enciende en la puerta de una casa tiene detrás una industria silenciosa, de parafina, moldes, manos tinturadas y pequeñas empresas que existen casi exclusivamente porque este país decidió que iluminar diciembre es un acto irrenunciable de su identidad.
Lo más sorprendente es que esta mezcla de religión, barrio, economía, comunidad, espectáculo y memoria no existe igual en ningún otro lugar. En España, Italia o México la vigilia de la Inmaculada se vive en templos, misas y actos solemnes. Aquí, en cambio, la calle es la protagonista. Lo que en otros lugares es ceremonia, en Colombia es vida cotidiana encendida con familias enteras afuera, vecinos que no se hablan pero esa noche se sonríen, niños que llevan décadas jugando a proteger la llama del viento y a hacer figuritas con la cera. Es un código emocional que solo entiende quien ha crecido con él.
La noche de las velitas es, en esencia, una coreografía nacional. Cada vela encendida carga un deseo, una promesa, una preocupación que no se dice en voz alta. Es la forma más antigua que tiene este país de pedir luz, incluso cuando la realidad aprieta. Tal vez por eso sobrevive, porque es un ritual que desarma, que no exige pertenecer a ninguna fe, no divide, no confronta. Solo invita a prender una llama minúscula y dejar que su luz haga el resto. Lea: Galería: así se vivió la Cabalgata de Velitas en Cartagena
Y aunque su origen sea europeo y su significado inicial haya sido estrictamente religioso, la celebración se volvió algo que Colombia adoptó como propio y así, cada 7 de diciembre, el país entero se ilumina y, por un instante, parece más amable. Es la noche en que Colombia se mira a sí misma a través de la luz más pequeña posible, la de la velita más humilde; y aun así, encuentra en ella la fuerza suficiente para inaugurar la temporada más emotiva del año.
