A pocos días de conmemorarse 40 años de la avalancha de Armero, la tragedia que dejó más de 25.000 muertos, la tecnología para vigilar el Nevado del Ruíz es más avanzada que nunca y el Servicio Geológico Colombiano (SGC) monitorea cada suspiro del volcán con una precisión que era impensable en 1985, aunque la pregunta de si Colombia aprendió realmente la lección sigue dependiendo de la respuesta humana ante la amenaza latente del gigante.

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El UniversalLa noche del 13 de noviembre de 1985, Colombia vivió su peor desastre natural. Una erupción relativamente pequeña en el cráter Arenas del Nevado del Ruiz fundió parte del casquete glaciar, generando lahares (avalanchas de lodo, agua y escombros) que descendieron por los ríos Lagunilla, Chinchiná, Gualí y Azufrado. Por el cauce del Lagunilla, el flujo tardó dos horas en llegar a Armero, tiempo que, según expertos, pudo ser suficiente para una evacuación.
Gloria Patricia Cortés, vulcanóloga del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales (OVSMA) del SGC, explicó a Colprensa que la erupción explosiva generó columnas de ceniza estimadas en 15 kilómetros de altura. El material caliente colapsó sobre la nieve, fundiéndola y mezclándose con el agua. “Descendió cinco kilómetros en la vertical, tardó dos horas y esas dos horas, pues en gestión de riesgo y viendo después lo que pasó, era mucho tiempo en el que comunidades informadas, organizadas podían haber hecho procesos de evacuación”, señaló Cortés. Lea también: En fotos: así luce Armero, 39 años después de la tragedia
El volumen del lahar (la corriente de lodo) que llegó a Armero fue del orden de 90 millones de metros cúbicos, una masa que “engordó” cuatro veces su tamaño original mientras descendía a velocidades máximas de 17 metros por segundo. “Armero está muy lejos del volcán, 74 kilómetros, y pues esa distancia es muy corta porque los ríos (...) aceleran”, puntualizó la experta.
La lección que dejó Armero: cómo prevenir una tragedia así hoy
La diferencia tecnológica entre 1985 y la actualidad es abismal. Lina Marcela Castaño, coordinadora del OVSMA del SGC, recordó que en ese entonces el monitoreo apenas comenzaba y se limitaba a cuatro sismógrafos analógicos donados por la comunidad científica.
“En 1985 el Servicio Geológico no tenía ninguna instrumentación”, afirmó Castaño. “En ese momento era todo analógico y había que cada día retirar la banda del sismógrafo. Entonces era con un papel y se cambiaba manualmente”.
Hoy, el volcán se monitorea con aproximadamente 75 sensores de diferentes disciplinas. “Ahora tenemos un observatorio, tenemos una red de monitoreo que integra diferentes tecnologías que son avanzadas y de alta precisión”, detalló Castaño.
El monitoreo actual no solo es sismológico, sino que incluye la deformación de la superficie volcánica (geodesia) y cambios geoquímicos. Antenas GNSS (similares a GPS de alta precisión) permiten “ver las variaciones del terreno, cómo cambia cuando el magma llega o asciende desde el interior del volcán”.




Además, se cuenta con 16 cámaras de observación visual, instrumentación en campo para medir gases “segundo a segundo” y sismómetros de banda ancha que registran “señales muy pequeñitas y de frecuencias muy bajas” que los sensores antiguos no captaban.
Quizás el avance más crucial es la telemetría. “Actualmente es digital y actualmente llegan los datos al observatorio (...) podemos tener los datos en tiempo real”, indicó Castaño. A esto se suma el factor humano: “Contamos con personal experto, porque en ese momento no habían expertos colombianos en ninguna de esas disciplinas de monitoreo”.
El Nevado del Ruiz, con una altura de 5.321 metros sobre el nivel del mar, es el pico más alto del Parque Nacional Natural Los Nevados y una de las estructuras volcánicas más monitoreadas del “Cinturón de Fuego del Pacífico” en Suramérica. A pesar de los pronósticos de deglaciación acelerada, su casquete de hielo y nieve aún conforma una vista imponente en la cordillera Central.
Lina Castaño precisó un término clave: el volcán no está “controlado”, está “monitoreado” o “vigilado”. “La actividad geológica es un proceso natural y es incontrolable por el ser humano”, enfatizó. El SGC no altera los procesos naturales, sino que instala sensores que “permiten detectar señales e indicios o signos de que ese volcán probablemente hace una erupción”.
La tecnología se complementa con una red humana fundamental: los vigías. Son habitantes de la zona que voluntariamente apoyan el monitoreo, reportando sonidos, olores o caída de ceniza.
Leonel Ortíz Porras es uno de ellos. Vive hace 37 años en un cerro frente al volcán, donde trabaja como custodio para el comité de comunicaciones, facilitando el acceso a los técnicos que mantienen las repetidoras de radio. Es un sobreviviente. Él recuerda la erupción de 1985 con nitidez: “El volcán, digamos, sonó como cuando la pitadora (olla a presión) le quitan la válvula. Y al momento vibraba el terreno de la misma fuerza”.
Unos diez minutos después, sintió “que bajaba algo pesado” por el río Gualí. Eran témpanos de hielo y rocas que arrasaron con la bocatoma. Ortíz relató el olor a azufre “fuerte”, una sensación que perdura. “Aquí cuando hay un evento de ceniza suavecito (...) lo primero que llega a nosotros es el olor del azufre”, explicó. También describió la caída de “piedra balística” (pómez) que “rompía la carpa del carro” en el que intentaban evacuar. Al día siguiente, recordó, “eso estaba como borrado” y la mayoría de los puentes habían desaparecido.
Hoy, Ortíz se siente más seguro, no solo por su experiencia, sino por la comunicación directa con el Observatorio. “Ellos me informan por radio (...). Ojo que está pasando esto y esto, esté atento, está sintiendo. Y uno informa. Esa seguridad la tenemos gracias a ellos y antes, anteriormente no teníamos eso”, reconoció.
Esa experiencia le enseñó. “Hemos aprendido muchas cosas más, mucha prevención”, afirmó Ortíz, quien ha recibido “muchas clases” del observatorio. Sabe que, en caso de una erupción, su plan es refugiarse “bajo... planchas de cemento” para protegerse de la piedra, a la que le tiene “mucho respeto”.
A pesar de vivir en zona de riesgo, Ortíz no se iría. Llegó allí por recomendación médica tras sufrir quemaduras graves y encontrar en el frío del páramo un alivio. Para él, el volcán es “una belleza espectacular”, “un compañero”. Si ocurriera otra erupción y saliera ileso, “acá me quedo”.
La tecnología actual permite al SGC emitir alertas tempranas con una fiabilidad sin precedentes. Sin embargo, la lección de Armero no reside solo en instalar sensores, sino en la capacidad de respuesta de la sociedad.
Gloria Patricia Cortés advirtió que en las zonas de amenaza alta, como las cabeceras de los ríos, la amenaza de flujos piroclásticos (corrientes veloces y calientes) es letal. “La mejor estrategia es no estar allí”, insistió.
Aunque el SGC no puede predecir “el día y la hora de una erupción”, sí identifica estados de inestabilidad que obligan a tomar decisiones. “No podemos decir el día y la hora (...), pero sí hay unos estados de inestabilidad y de posibilidad de erupción en los cuales hay que hacer caso a las sugerencias de evacuación”, concluyó Cortés.
Para Lina Castaño, la tecnología da tranquilidad, “pero lo más importante es que nos preparemos”. El monitoreo es una parte; la otra es saber qué hacer con esa información. “La gestión del riesgo es un proceso de todos y todos somos corresponsables”, finalizó.
