El Club Gallístico Santamaría, en el barrio El Bosque de Cartagena, hoy se debate entre dos escenarios: el de la tradición que defiende su orgullo y el de una sociedad que empieza a cuestionar estas prácticas.
Esto luego de que la Corte Constitucional ratificara el pasado 4 de septiembre su postura frente a las corridas de toros, coleos y peleas de gallos. El fallo, que se tomó de manera unánime, responde a la revisión de la Ley 2385 del 2024, conocida como “No Más Olé”, donde se prohíben espectáculos que impliquen violencia hacia animales.
Esmeralda Hernández, senadora del Pacto Histórico y quién lideró la iniciativa, celebró la decisión luego de que en el Congreso se intentara sin éxito en 14 ocasiones. Muchos consideran que este es un avance ético sobre cómo entendemos la vida no humana, pero también implica un colapso para quienes se han lucrado de estas prácticas. Así, el país se enfrenta a un dilema que va más allá del espectáculo: cómo reconciliar el cuidado del animal con la subsistencia económica de quienes han hecho de ello un oficio.
La gallera de Lascario, en Cartagena
Ante el dilema, nos dirigimos al barrio El Bosque para visitar el Club Gallístico de Lascario Santamaría, quien se prepara ante lo que considera “un duro golpe”, al igual que otros propietarios de galleras, tras la orden para que se elimine esta actividad. Lascario dice que no tendrá más opción que vender o demoler el edificio donde funciona la gallera.
Al llegar al lugar nos encontramos con una infraestructura rústica, columnas de concreto, un amplio tejado y dos inmensas palmas de sagú, al igual que porteros, cuidanderos y empleados de servicios generales. Adentro, un centro de entretenimiento con silletería diseñada como en la roma clásica. Sus trabajadores lo sienten como el final de una era.


Más tarde, dimos un paseo por el “laboratorio” del lugar: un pasadizo curvado, repleto de casilleros con puertas acrílicas y capacidad para unos 200 gallos. Un sendero silencioso y estrecho. Impecable aparentemente, pero con un fuerte olor a cal. Ahí les incrustan las espuelas metálicas a los animales. También atienden a los gallos que llegan heridos: son desinfectados y curados para, en caso de que el dueño lo disponga, puedan enfrentarse a otra pelea.

“Los animalistas hablan de maltrato, pero yo quisiera que vinieran donde un criador de gallo fino y vieran el cuidado que uno les da. Estos animales genéticamente nacen para pelear, es su naturaleza. ¿Cómo vas a acabar una especie que tiene más de 2.000 años de existencia? Si tú sueltas un gallo de pelea en libertad, se mata con otro, porque desde pollitos, desde que nacen, ya muestran ese instinto”, señala Santamaría.
Con una pistola en la mesa y disfrutando un cigarrillo, Lascario cuenta que, para él, un gallo representa ego, estatus… gallardía. Un donaire que le distingue por apoderarse de “una bestia bien enrazada”.
“No es lo mismo cantar un gallo que comprarlo. Hay gente que llega a una gallera, encierra veinte pollos, escoge cinco o seis y listo. Pero eso no es lo que busca un criador. Se busca demostrar el tiempo invertido, el trabajo de casi un año, porque un gallo se demora entre 10 y 12 meses en estar listo para pelear. Ahí interviene todo: la preparación, el cuidado, el fenotipo, la bravura”, subraya.
Según Santamaría, en toda Colombia las peleas de gallo son tradición. “Si vas a cualquier población del país, verás que en cualquier calle de pueblo consigues un gallo fino suelto; en cualquier parte. Ahora, si quitan esta actividad, cerca de 5.000 personas en Cartagena serán perjudicadas. Mi club gallístico genera cada quince días —en las jugadas— unos 15 empleos directos: porteros, la muchacha de la barra, meseras, quien atiende el restaurante, la administradora, los seis jueces... son empleos directos. Hablé con una mesera que llegó al club con 20 años y ahora tiene 50; siempre ha sido la mesera del club. ¿Qué trabajo consigue ella ahora a los 50 años? ¿Quién la va a emplear?”, manifiesta.
“Nos empujan a la clandestinidad”: galleros de Cartagena tras Ley No Más Olé
Siendo las 4 p. m. de un sábado de octubre, fuimos de nuevo al club y observamos el panorama. Personas consumiendo alcohol, fumando cigarrillos, bailando salsa, merengue o vallenato, y viendo fútbol en el bar del lugar. Ese día se vivía un momento, para ellos, sin precedentes: se jugaba un torneo con premios mínimo de un millón de pesos y el “honor del gallero”.
Desde Ciénaga de Oro (Córdoba), Argemiro Durango, con un sombrero vueltiao y un cuaderno de hoja rayada, se nos acercó. Viendo que grabábamos el lugar, nos dijo: “yo quiero hablar sobre el tema de la ley”.
Así, nos contó que de haber un cierre definitivo, harían la actividad a “escondidas”. “Si llegan a prohibir esto en Colombia, nos volveríamos clandestinos. Las aves de combate desaparecerían porque no pueden convivir juntas. Si hoy pelean 100 gallos, diariamente se reproducen más de mil en todo el país”, expresó.





Durango argumenta que la decisión de la prohibición es un “atropello”. “La Corte ha tomado una decisión sin concertar con nosotros, violando el derecho al trabajo. Vamos a llevar esto a las últimas instancias. Estamos buscando recolectar firmas para presentar una ponencia en el Senado de la República. Esto sería llevarnos de la legalidad a la ilegalidad”, expresa, molesto.
El coliseo callejero en terreno rural
Francisco de Arce tiene 32 años y es oriundo de San Andrés de Sotavento (Córdoba). Por azares del destino hizo unos trabajos de albañilería en Turbaco en el 2019; no solo la pandemia lo condujo en ese lugar, también “una mujercita que se consiguió”. Esto lo contó mientras abría la jaula para liberar a Claudio, un gallo por el que hoy lo admiran sus amigos de Cañaveral (corregimiento de Turbaco).
Lo sostuvo en sus manos, le sacudió unas pizcas de polvo de maíz que tenía en la cara y nos miró sonriente junto a su ave trofeo: “Este es guapo, no han podido matármelo”. Más tarde llegó su esposa con una jarra de agua de panela con mucho limón. Para cuando nos sirvió el segundo vaso, seguía enmudecida. Cuando le preguntamos por los gallos soltó la risa y se escabulló hasta su cuarto. No volvió a salir. Nos quedamos con Francisco en el patio.
“Uno no puede encariñarse con esos animales. Qué día mi mujer pasó llorando por una perra que se le murió, y yo le dije que se dejara de eso. Ella se queja porque yo pongo a pelear mis gallos, pero muy bien que se come la presa de gallina en el sancocho”, murmuró el cordobés para que su mujer no escuchara.
Más tarde, caminamos hasta un parque en ruinas. Nos esperaban allí varios vecinos, cada uno con su gallo en las axilas, sus fieras fuera de la cápsula de “Pókemon”: una suntuosa extensión de ellos, que “defienden sus honores” levantando polvorín mientras se despluman entre sí. En el monte la palabra se toma en serio. No hay contratos ni cláusulas contractuales, ni jurados ni laboratorios. Tampoco altas tarifas. Apuestan lo que tengan, ya sean $5 mil o $10 mil. “Lo importante es poner el gallo a jugar”, contaron.
Esa noche mataron a Claudio. La maraña de plumas y vísceras que quedó fue pateada por los niños del pueblo. Se reían y gritaban mientras que Francisco, avergonzado, se arrepintió de alguna vez presumir ese gallo. La anécdota se la contamos días después a Patricia Patiño, quien lleva muchos años defendiendo los derechos de los animales en Cartagena.
La vegana cartagenera a favor de la Ley “No Más Olé”
Patricia nos atendió en su apartamento en Cartagena. Vive en un segundo piso con cuatro perros. Se asustaron cuando llegamos. Tuvo que encerrar a Laica en el baño para que no colapsara ante la invasión de unos intrusos que llegaron con cámaras a grabar su cotidianidad. En la cocina, descansando sobre unos retazos de cartón, estaba Mancha, que recién se repone de problemas estomacales y algunas quemaduras. A Patricia se la regalaron. Alguien la vio sin rumbo y herida, abandonada a su suerte en una carretera... o tal vez no era abandono. “Quizá, la perrita nunca tuvo una familia, por eso está tan esquiva”, dice.


Patricia cree que los derechos deben extenderse a los seres no humanos. “Ellos, al igual que nosotros, son seres sintientes, con un sistema nervioso capaz de experimentar dolor y sufrimiento. Por eso decidí asumir la responsabilidad ética de mi relación con ellos y elegí ser vegana”, nos contó cuando la sala quedó en calma y los perros dejaron de ladrar.
“Antes me consideraba animalista, pero entendí que en realidad era especista: defendía a unos animales mientras me alimentaba de otros. Ese momento de conciencia llegó cuando comprendí la incoherencia entre rescatar y rehabilitar animales, y al mismo tiempo poner carne en mi plato tres veces al día. Ver el sufrimiento en los mataderos, reconocer la indiferencia con que tratamos a esos seres, fue un golpe de realidad que cambió mi forma de vivir”, expresó Patiño.
Ella dejó de comer animales, pero también de usarlos: no consume leche, queso, ni productos derivados; no usa cuero, ni participa en espectáculos donde se les explote. Dice que su ética se extendió a todos los ámbitos de su vida: “porque entendí que ningún animal debería sufrir por mis decisiones”.
“Sé que vivir el veganismo en Cartagena, una ciudad con una fuerte tradición gastronómica, puede parecer difícil. Cuando empecé hace casi 20 años, no existían tantas opciones y me tocaba improvisar con lo que había (granos, lentejas, verduras), pero con el tiempo descubrí que en la naturaleza están todos los sabores que necesitamos. Hoy el veganismo está mucho más presente y podemos disfrutar desde una lasaña o una comida típica cartagenera hasta un delicioso helado de chocolate vegano”.
Dice que siempre ha creído que los cambios comienzan desde dos frentes. El primero, más inmediato, tiene que ver con las leyes: con la abolición total de toda forma de maltrato y explotación animal. El segundo frente sería más lento, pero igual de necesario: la sensibilización.
Respecto a las peleas de gallos, dice que las asocia directamente con las corridas de toros, el coleo o las corralejas. Dice que, al final, cada ley que protege a un animal también obliga al humano a mirarse como especie. Sobre todo cuando “somos los únicos animales capaces de legislar sobre la violencia”.
“Criar un ser sintiente para exponerlo a la tortura y a la muerte no puede ser entretenimiento. ¿Qué mensaje transmite eso? Pues que está bien jugar con la vida, es encontrar placer en el sufrimiento de otros. Por eso celebré tanto la aprobación de la Ley 2385. Esta lucha lleva más de 10 años y, aunque fue un proceso difícil, hoy es una realidad: las corridas de toros, los coleos y las peleas de gallos tienen los días contados”, sostuvo Patiño.
Transición hacia otras actividades que reemplacen las peleas de gallos
La senadora del Pacto Histórico, Esmeralda Hernández, indicó que desde la implementación de esta ley, las personas tendrán un apoyo integral.
“Cada vez más construimos una cultura de respeto por la vida y de rechazo a espectáculos que naturalizan la violencia. Todo proceso cultural de transformación causa resistencias y sacrificios. Cuando se acabó la esclavitud, los esclavistas se vieron afectados. Cuando se empezó a hablar de los derechos de las mujeres, quienes las sometían se resistieron. Hoy, nadie aceptaría esos abusos. Lo mismo pasará con estas prácticas: en unas décadas serán vistas como aberrantes”, destacó Hernández.
Y concluyó: “Tenemos claro que la prohibición se trata de una reconversión de los imaginarios colectivos de la relación que tenemos con los animales, implicando que habrá personas perjudicadas; sin embargo, en este proceso les vamos a acompañar y les reconoceremos e incluiremos en un proceso laboral, económico y cultural”.

