La Heroica cumple 492 años, y en medio de los actos solemnes, las luces y las palabras bonitas, hay algo mucho más silencioso —pero igualmente poderoso— que merece ser celebrado: la vida cotidiana que sostiene a la ciudad. Porque Cartagena no solo la hacen sus murallas ni sus playas; la hacen las personas que la habitan y que, con cada jornada, aportan a su belleza, su carácter y su esencia.
Hoy rendimos homenaje a dos de esas personas: Gladys Martínez, florista del Parque de las Flores, y Manuela Ramírez, la mujer que por 38 años ha freído patacones bajo la sombra del famoso Palito de Caucho, continuando el legado de su tía Juana Ramírez en este reconocido lugar del Centro Histórico.
Dos mujeres, dos historias, dos oficios distintos, pero un mismo amor por esta ciudad que las ha visto crecer, luchar y florecer. Gladys y Manuela son parte del alma viva de la ciudad. Son quienes la embellecen y la alimentan, quienes mantienen la tradición encendida y el arraigo fuerte como sus raíces.
Gladys: una flor que nunca se marchita
A sus 65 años, Gladys sigue con la misma energía de cuando empezó a vender flores, hace ya cuatro décadas. Su negocio se llama Floristería El Edén, y desde ese nombre comienza a entenderse su mundo: un paraíso pequeño en el Parque de las Flores, donde el color, el aroma y la alegría nunca faltan.
Gladys no nació en Cartagena, pero se siente más cartagenera que nadie. Vino desde Córdoba cuando era niña y nunca se fue. Aprendió el oficio con una amiga que le abrió la puerta, y desde entonces ha hecho del cuidado floral una forma de vida. Cambia el agua, corta los tallos, limpia las hojas. “Las flores también respiran y sienten”, expresa con toda la certeza de una mujer que conoce a la perfección su oficio.
El suyo no es un trabajo cualquiera. Es un arte, una vocación, una manera de contribuir con la ciudad. Sus arreglos han embellecido bodas, hoteles, bautizos y momentos inolvidables. Gracias a su trabajo ha sacado adelante a sus hijos “Dios me puso aquí, en el lugar perfecto”, afirma con convicción.
Para ella, su labor también ayuda a que la ciudad sea más linda, más viva, más recordada. Es parte del decorado emocional de quienes pasean por el Centro Histórico. Cada flor que se entrega, lleva consigo una historia, una esperanza, una bendición.
Si pudiera describir a la ciudad como una flor, no lo duda: sería un girasol. “Porque gira alrededor del sol, porque irradia luz, alegría, prosperidad. Como Cartagena, que siempre está encendida y cálida”, explica, con su voz pausada.
Manuela: el sabor que se hereda
En otra esquina del Centro, donde la congestión se mezcla con el aroma a frito, está Manuela, de 66 años, atenta al fogón, como todos los días desde hace 38 años. Allí, en el puesto de patacones conocido como Los Patacones del Palito de Caucho, esta mujer ha conservado no solo una receta, sino una herencia de sabor, historia y afecto.
El puesto fue fundado por su tía Juana Ramírez, una mujer emprendedora que supo que con un poco de plátano, sazón y cariño, se podía levantar una familia “mi tía con este negocio sacó a sus hijos adelante”. Manuela tomó el relevo con orgullo y desde entonces ha sido guardiana de ese espacio que forma parte del alma del Centro Histórico. Para muchos cartageneros, no hay patacón como el de El Palito.
Atiende con dulzura, sirve a sus clientes cartageneros y turistas por igual, los cuales saben que ahí hay más que un producto: hay tradición, hay historia, hay barrio. Cada patacón cuenta algo, conecta con una infancia, con una esquina, con una ciudad llena de recuerdos.
Cuando se le pregunta cómo describiría a la ciudad, su respuesta es genuina: “Cartagena es como un patacón: crujiente, sabrosa, generosa, y llena de colores. Hay espacio para todos, cada quien le pone su salsa, pero todos la disfrutan”.
Mujeres que hacen ciudad
Gladys y Manuela no son famosas, pero lo merecen. Son parte de ese tejido invisible que mantiene viva a El Corralito de Piedras día tras día. Mujeres que, con amor y esfuerzo, han hecho de sus oficios un legado para sus familias, y para la ciudad.
Ambas han educado hijos, han enfrentado retos, han aprendido con la vida misma a sostener lo suyo con dignidad. Estas dos mujeres nos enseñan que construir ciudad no es solo hacer grandes obras. También es cuidar, alimentar, embellecer, persistir. Porque en cada flor que vende Gladis, y en cada patacón que fríe Manuela, hay un acto de amor por Cartagena. Ellas como muchos cartageneros hacen que La Heroica florezca todos los días. Que se saboree en cada rincón. Que se recuerde por su calidez, su carácter y por supuesto, por la amabilidad de su gente.